El segundo de los tres relatos que iban a acompañar los respectivos discos de AVE CESAR que nunca salieron. Este hubiese correspondido al Nª19 // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Después de la muerte de Alejandro Severo, ningún emperador pudo considerarse a salvo en el trono de Roma, porque cada general bárbaro de la frontera aspiraba a la investidura y los actores se sucedían en el poder sin arreglo a dinastías o merecimientos.
Sobrevinieron cincuenta años de incertidumbre. Primero fue Maximino, un gigante tracio que el antiguo emperador Septimio Severo había traído otrora a la capital casi como número de circo, por su fuerza y resistencia. Su breve tiranía recordó los tiempos de proscripciones y paranoia de Tiberio. Luego el cargo le fue prácticamente impuesto a un sucesor noble, de nombre Gordiano, el cual, en virtud de su avanzada edad, asoció a su hijo al poder. A éste, famoso por su biblioteca y sus concubinas, se lo conoció como Gordiano II, y se suicidó poco después de enterarse de la muerte de su padre. Pero hubo un Gordiano III, nieto del primero, que logró mantenerse unos años. Le siguió Marco Filipo, apodado "El Árabe" por su lugar de nacimiento, al cual se recuerda ante todo porque durante su reinado Roma festejó los mil años de existencia. Lo desplazó Decio, que desató la intolerancia religiosa y fue el primero que persiguió realmente a los cristianos. Murió luchando contra los godos, y el general Galo tomó su lugar, aunque corrió la misma suerte y fue relevado por su subordinado Valeriano, quien elevó a su hijo Galieno al trono antes de ser capturado por los persas. Durante unos años el Imperio se fragmentó en tercios y sólo la intervención de los emperadores provenientes de Iliria -Claudio Gótico, Aureliano, Marco Claudio Tácito, Probo y Caro- logró recuperar arduamente la unidad. De todos ellos, sólo el primero murió de muerte natural.
La aparición de Diocleciano en el panorama trajo una estabilidad providencial. Situó la corte en Nicomedia y reorganizó el Imperio, que se hallaba, no obstante en plena desintegración, asediado por bárbaros desde dentro y desde fuera, devastado económicamente y sacudido por conflictos religiosos inéditos hasta entonces. De hecho, el propio Diocleciano oficializó la división del poder y estableció la llamada Tetrarquía, por la cual el Oriente y el Occidente estarían gobernados cada cual por un Augusto (emperador) y un César (sucesor). El sistema funcionó bastante bien a pesar de las apariencias, pero en cuanto Diocleciano se retiró, el juego de fuerzas entró en crisis. Unos y otros se fueron eliminando mutuamente hasta que sólo quedaron dos rivales en pie: Constantino y Majencio. El primero derrotó a las fuerzas del segundo en el valle del Po y luego avanzó sobre la misma Roma. Majencio se dispuso a enfrentarlo y los dos ejércitos se encontraron en el Puente Milvio, sobre el río Tíber. Constantino trató de cruzarlo y Majencio intentó impedírselo. Corría el año 312 e.c. La mayor desgracia en la historia de Occidente estaba a punto de ocurrir.
La leyenda cristiana dice que a Constantino se le apareció una cruz brillante en el cielo, incluso con una etiqueta debajo que decía "In hoc signo vinces" ('con este signo vencerás'). Y como si la indicación no hubiese sido lo suficientemente explícita, esa noche en sueños una voz lo exhortó a grabar el símbolo de Cristo en los escudos de los legionarios. Las fuerzas de Majencio fueron derrotadas y el mismo Majencio encontró la muerte. Constantino quedó dueño de Occidente y procedió a disolver para siempre la guardia pretoriana, que antaño había hecho y deshecho emperadores a placer. Uno puede suponer legítimamente que luego de un prodigio semejante de señales en el cielo y batallas ganadas por intervención divina, el emperador se convirtió en el acto a la nueva religión. Pues no. Constantino continuó rindiendo honores al dios solar de su padre y no permitió que lo bautizaran hasta su lecho de muerte, quizás para intentar lavar sus pecados una vez que ya no estaba en condiciones de seguir cometiéndolos. Eso sí, empezó a adoptar medidas para hacer cristiano el Imperio, o cuando menos para asegurarse la lealtad de los cristianos. Se reveló como un político muy hábil, y en lugar de combatir a la Iglesia, como Diocleciano, quiso aprovechar su organización episcopal y su capacidad de embaucar a las masas, y pronto se volvió una especie de caudillo, un "elegido de Dios" para los cultores de la secta. No se atrevió a ir tan lejos en principio, y promulgó el famoso Edicto de Milán, que aseguraba la libertad religiosa, lo cual puede parecer un avance civilizador, pero en el fondo no hizo más que desatar la intolerancia de los cristianos hacia todo el mundo, fuesen judíos, paganos o simplemente otros cristianos que pensaban distinto (herejes). No sólo eso: reservó para ellos los mejores puestos de su gabinete y la burocracia, eximió de impuestos al clero y en definitiva apadrinó cualquier iniciativa eclesiástica al margen de todo consenso (al fin y al cabo, los cristianos del Imperio siguieron siendo una minoría hasta el final mismo de su reinado). No tardó en darle a la religión cristiana primacía oficial frente a las demás. La primera reunión ecuménica (universal) de la Iglesia, el Concilio de Nicea, en 325 e.c., no fue convocada por ningún papa, sino por el emperador Constantino, que lo presidió en persona y no sólo urgió a los obispos a asistir sino que influyó en el dictamen y lo impuso bajo pena de destierro. La locura teológica del Concilio, banales desacuerdos sobre la naturaleza del Hijo, la preeminencia del Padre, la Unidad y la Trinidad divinas y otras quimeras absurdas hundirían al mundo civilizado en un océano de horror y sangre durante siglos. Constantino creía que la Iglesia le ayudaría a mantener el Imperio de una sola pieza, cuando en realidad lo estaba condenando a la destrucción total.
Después del concilio, trasladó la capital a Constantinopla (iba a llamarse Nueva Roma, pero se le puso ese nombre en su honor) y la llenó con estatuas monumentales de su persona, suntuosos palacios, y basílicas que crecieron por todas partes como cizaña mientras se enriquecían a destajo. La crueldad de la que hizo gala en las guerras contra los bárbaros no representó obstáculo alguno para su santificación, ya que los cristianos que antes se negaban a prestar servicio militar ahora acudían encantados y eufóricos a matar en nombre de su Dios y su emperador, como para confirmar que "amar al enemigo" era su precepto favorito. Asesinó a su esposa Fausta, a su hijo Crispo y a su sobrino Liciniano, sin mencionar a su suegro y cuñados, pero eso no le impidió a la Iglesia proclamarlo "decimotercer apóstol" de Cristo y llamarlo Constantino El Grande.
Una inmensa noche de dolor, ignorancia y salvajismo desplegaba sus alas de cuervo sobre el Mundo Civilizado dispuesta a sofocar toda luz de razón y aliento de libertad.