Noveno disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 35 en octubre de 2000. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
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Tiberio Claudio Nerón no era el sucesor que el gran Augusto había soñado, pero su esposa Livia, madre de aquél, se había encargado de allanar el camino a través del crimen y la intriga. Ahora Roma tenía un nuevo emperador, uno de carácter adusto y amargado que nunca gozó de las simpatías del pueblo. ¡Qué diferente del juvenil Germánico, querido y aclamado por su valor y la nobleza de sus actos! Tiberio se vio forzado a adoptarlo como hijo para fortalecer el lazo de las familias Julia y Claudia, pero a duras penas sufría la adoración que todos le prodigaban. De hecho, bien al comienzo del nuevo reinado, Germánico rechazó escandalizado las conspiraciones que le ofrecieron para usurpar el trono y pacificó él mismo con ahínco a las legiones levantadas. Pero tales generosas acciones, como sus posteriores triunfos militares, sólo sirvieron para acrecentar los celos de su padre adoptivo. Por eso las sospechas arreciaron sobre Tiberio cuando se conoció la misteriosa muerte del joven héroe en tierras de Antioquía, donde se hallaba en campaña. Rara vez, ni aun durante la República, se vieron en Roma tan excitadas las pasiones populares como cuando la altiva Agripina trajo consigo la urna conteniendo las cenizas del esposo amado. Aunque procedió con cautela e inteligencia, decretando pomposos funerales, la persistencia y el repudio en la conducta de la plebe produjeron un gran cambio en la actitud del emperador, quien a partir de entonces se comportó como un déspota solapado.
Instauró los infames procesos de lesa majestad, merced a los cuales cualquier ultraje a la figura de un magistrado era considerado una ofensa al Estado mismo, y por consiguiente castigado como un delito de alta traición. Paralelamente, el derecho de acusación, presente en las leyes romanas, fomentó el auge de la raza maldita de los delatores. Por medio de estos, a quienes Tiberio colmó de riquezas y honores llamándolos "conservadores del orden y la legalidad", detectó y persiguió a sus enemigos, y ejecutó crueles venganzas. Para esta obra de espionaje y denuncia, se sirvió del inescrupuloso Elio Seyano, ministro y consejero personal que en poco tiempo concentró el poder y la adulación en su figura, y se convirtió en el agente más efectivo del terror y la intriga imperial.
Con todo, su ambición no terminó ahí. El papel de esbirro dedicado y celoso mandadero del soberano pronto degeneró en aspiraciones personales. Y en algún punto el sicario comenzó a mover los hilos para ponerse en la línea de sucesión al trono, por más descabellado que esto pareciera. Para eliminar de su camino al hijo legítimo de Tiberio, el indolente Druso, sedujo a su mujer Livila (ni más ni menos que una hermana de Germánico) y la convenció de envenenar a su marido; cosa que realizó con una sustancia de deterioro progresivo que no generó suspicacias. No obstante, tiempo después sus designios se vieron obstaculizados cuando, seguro de la influencia mantenida sobre el emperador, Seyano se atrevió a pedirle a éste la mano de Livila, viuda de su hijo, y fue rechazado ásperamente. Desde ese momento, se entregó a sórdidas argucias y confabulaciones con senadores y generales que finalmente lo perdieron. No obstante, se trató de un proceso lento y difícil. Las intrigas continuaron. La muerte de su madre Livia franqueó otra puerta en la perfidia contenida de Tiberio, quien entonces volcó su saña en la familia de Germánico. La esposa de aquél, Agripina, fue acusada y juzgada, y a sus hijos adolescentes Nerón y Druso (quienes para entonces habían sido adoptados por el propio Tiberio) los confinaron en los subterráneos del Palatino y los sometieron a tormentos de tal naturaleza que se vieron obligados al suicidio. La noble Agripina se dejó morir de hambre. Roma era una ciénaga de servilismo e indignidad.
Fue Antonia, madre de Germánico y cuñada de Tiberio, mujer de severas costumbres y ánimo decidido, quien, asqueada de la situación, le reveló al tirano el complot de su favorito. Fue entonces cuando Tiberio consideró que para deshacerse de un elemento corrupto y peligroso, debía emplear a otro aún más ambicioso y despiadado. A éste lo encontró fácilmente entre sus pretorianos, y se llamaba Nevio Sertorio Macrón, a quien en el momento indicado debía transferirse la obediencia de la soldadesca. Mediante una hábil estratagema, el emperador concede a Seyano nuevos honores y prerrogativas mientras gana tiempo para controlar a la guardia que se hallaba aún bajo su mando. Una carta en plena sesión de la Asamblea es leída en voz alta, y cuando todo el mundo piensa que el ministro será elevado a la potestad tribunicia, el rumbo de las palabras cambia y lo declaran traidor públicamente. Lo prenden a la vista de todos, pálido aún y paralizado por la sorpresa; en los días posteriores es ejecutado sumariamente, en tanto que una verdadera ola de sangre se abate sobre sus parientes y allegados.
Cualquiera pensaría que tras el advenimiento de estos sucesos, la calma y la cordura retornarían. Pero fue todo lo contrario. Macrón, si no inferior a Seyano en perfidia, lo aventajaba en astucia, y los procesos de delación y castigo recrudecieron. Hasta veinte víctimas por día eran asesinadas públicamente, incluyendo mujeres y niños, y en el frenesí del terror bastaba una sola palabra para inculpar y sellar el destino de un ciudadano. Hacía largo tiempo que Tiberio, casi septuagenario, se había recluido en la isla de Capri, donde se entregaba a espantosas orgías sexuales con criaturas y pervertidos de su corte, rodeado de lujos y pornografía, ebrio de excesos y abusos, y desde un promontorio arrojaba al océano a los infelices que había torturado para que los marineros apostados los recibieran y remataran a golpes de remo. Así lo recordaría el populacho romano, como el monstruo torpe y disoluto que fue, y por eso mismo todos corrían y gritaban por las calles el día que se conoció la noticia de su muerte. Y el festejo continuó durante semanas, y acaso meses.
No imaginaban que lo que vendría iba a resultar muchísimo peor. Una calamidad de tal envergadura, que la fantasía humana era incapaz de prefigurarla siquiera.