Décimotercer disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 39 en abril de 2001. // publicado por: CFR
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Con Nerón se extinguió la dinastía de los césares. Las legiones establecidas en España se sublevaron, proclamando a Servio Sulpicio Galba como candidato a emperador, y la rebelión pronto se extendió a todo el Imperio. Galba era un viejo general de 73 años, carente de entusiasmo e incapaz de inspirarlo. Tenía los pies y las manos desfigurados por la gota, y turbios hábitos homosexuales que le hacían preferir a los hombres maduros; tal es así que cuando su compañero Icelo llegó a España para anunciarle la muerte de Nerón, se dice que no contento con besarle indecentemente delante de todos, hizo que lo depilaran y se lo llevó a solas consigo, a la intimidad de una habitación. Toda su sabiduría política consistió en premiar a los que lo exaltaron y en castigar a quienes se le habían opuesto, una actitud propicia únicamente para fomentar ambiciones y enemistades. Acaso recto y bien intencionado, también era cruel e inflexible, y por eso al cabo de siete meses la guardia pretoriana lo asesinó y puso en el trono a su propio general, Marco Salvio Otón.
Comenzó éste mejor de lo que sus antecedentes habrían hecho esperar. La conspiración para matar a Galba fue su obra, lograda a costa de dádivas y sobornos, y todo porque el anciano no había accedido a designarlo sucesor. Su fama como confidente en tiempos de Nerón lo tachaba de intrigante y corrupto. Pero Otón, una vez que el Senado sancionó sumisamente su nombramiento, se comportó con una moderación admirable. Pudo haber iniciado una matanza entre los favoritos del asesinado emperador, pero se conformó con tres de los más comprometidos y perdonó al resto. Otras medidas parecían tender hacia la corrección y el buen juicio, pero no tuvo demasiado tiempo para ponerlas en práctica. Las legiones de Aulo Vitelio en Germania se levantaron para disputarle el poder y poner a su propio jefe en el trono de Roma. Una guerra civil como las de antaño entre Mario y Sila o César y Pompeyo ensombreció el horizonte. El Occidente se declaró partidario de Otón; el Oriente, de Vitelio. Confiado en la fidelidad de sus pretorianos, el emperador consagrado presentó batalla, y al principio los hados le fueron favorables. Pero acaso lo traicionó la ansiedad porque, en vez de acometer el trámite de la guerra con cautela y de tratar de destruir a sus enemigos gradualmente, como sus subalternos le aconsejaban, no aguantando más tiempo la incertidumbre, se precipitó a trabar combate y lo pagó caro en Betriácum, un encuentro decisivo. No estaba derrotado, ni mucho menos, pero es de creer que la situación de derramar sangre romana por una disputa de poder le repugnaba. En cualquier caso, su final sorprendió a todos, y pocas veces fueron más oportunas las palabras de Cicerón: "una muerte honrosa es capaz de justificar toda una vida". Recluido en su carpa, que permaneció abierta toda la noche a disposición de sus soldados y oficiales, ordenó que no se persiguiese a los desertores, quemó sus cartas para que no perjudicasen a nadie ante el vencedor y repartió entre sus criados todo el dinero que poseía. Luego de asearse y afeitarse, durmió profundamente hasta el amanecer, y apenas despertado se hirió de un solo golpe debajo de la tetilla izquierda con un puñal que a tal efecto había depositado bajo la almohada. Una verdadera muerte romana. Cuentan que varios de sus soldados, no pudiendo tolerar su pérdida, se suicidaron después ante su pira funeraria llamándole "el más grande de los hombres y modelo de emperadores", ya que se había inmolado para no exponer más tiempo a las legiones y al Imperio en interés de su grandeza.
Vitelio devoró el camino hacia Roma... literalmente. Su gran vicio era la glotonería. Comía a toda hora, dándose grandes banquetes compuestos tanto de comidas ordinarias como de platos exóticos, y vomitaba a propósito una y otra vez para hacer espacio a nuevos manjares. Rumbo a su proclamación, se hartó con los tributos de los campesinos, y arruinó a los hacendados que se desvivían por proporcionarle una cena suculenta; paraba en las tabernas y exigía que lo sirvieran de inmediato con lo que hubiese, comía entonces de las mismas ollas humeando aún, por no esperar a que los guisos enfriasen, o engullía carnes a medio comer que habían quedado del día anterior. A su gula desenfrenada unía la crueldad. Así ordenó asesinatos y suplicios de ciudadanos sin distinción de clases, ya sea para heredarlos, para silenciarlos o para vengarse de acreedores. Y quería estar presente durante la ejecución, mientras comía. Todavía estaba fresco el recuerdo de Nerón, y esta vez el Imperio no estaba dispuesto a tolerar otro monstruo. En el octavo mes de su reinado se amotinaron los ejércitos orientales, y la insurrección se propagó rápidamente. Un confuso encadenamiento de sucesos precipitó su caída. Vitelio tuvo una muerte indigna, acorde a su naturaleza. Cuando los legionarios fueron a buscarlo a palacio, trató de mentir diciendo que se habían equivocado de persona, pero los soldados no se dejaron engañar; le ataron las manos a la espalda, le pasaron un lazo por el cuello y lo sacaron a rastras del palacio, donde la multitud le desgarró las ropas, lo insultó y le arrojó excrementos durante todo el trayecto hacia las Escalinatas Gemonías. Allí le abrieron la barriga y festejaron el espectáculo de presenciar cómo se le salían las tripas. Luego, por medio de un gancho, arrojaron su cuerpo al Tíber, el río que nunca se cansaba de acoger historia en su seno.
Verdaderamente, los soldados eran la base del poder de Roma, y por eso las legiones se creyeron entonces con derecho a poner a sus propios jefes al mando de toda ella. No resultó distinto el caso de Flavio Tito Vespasiano, pero éste traería consigo el orden y la añorada estabilidad.
Fue así cómo la Loba devoró a cuatro emperadores distintos en apenas un año.