Segundo disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 28 en diciembre de 1999. // publicado por: Cèsar Fuentes Rodriguez
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Los cimientos están puestos, la construcción progresa. Roma ya existe, pero aún no es una ciudad. Faltan los hombres, los ciudadanos. Rómulo contempla su obra desde el fortificado Palatino y medita. Por fin, llega a una decisión: abrirá las puertas de la nueva urbe y la convertirá en un refugio permanente para los marginados y los perseguidos. El viento esparce la noticia por los alrededores, y de todos lados comienzan a fluir, en pacífica invasión, los primeros desarrapados habitantes de Roma. Cada cual tiene para contar la aventura más triste, el crimen más horrendo o acaso las peores visicitudes de la esclavitud. Todos son bienvenidos. En el gran asilo encuentran la patria que en otras partes se les ha negado.
Pero ni aún así la ciudad se ve completa. Sin el elemento femenino, el espíritu tiende a decaer y la población no aumenta. Rómulo estudia el problema: ¿dónde conseguir mujeres para aquellos bandidos que le sirven de pueblo? Ningún padre, ningún hermano las cedería voluntariamente sabiendo qué clase de hombres son los elegidos. El solitario rey urde entonces una estratagema que lo hará odioso ante sus vecinos. Decide apoderarse de ellas por la fuerza. Con ese fin, invita al respetuoso pueblo de los sabinos a unas solemnes festividades con carreras de caballos en honor de Consus, el dios agrario. Llenos de curiosidad, los sabinos acuden en masa sin albergar sospechas, y llevan consigo a sus mujeres, sus hijas y sus hermanas. Son acogidos como huéspedes en las casas particulares, sus ojos se dilatan al ver el emplazamiento, las murallas y la cantidad de viviendas de la ciudad, se asombran del desarrollo de Roma en tan poco tiempo. Llegada la hora del espectáculo, cuando toda la atención estaba ya concentrada en las veloces patas de los corceles, el complot se desencadenó: a una señal, los jóvenes romanos se lanzan a raptar a las doncellas. La confusión estalla. Desarmados, los deudos de las muchachas se ven obligados a escapar, y vuelven a sus tierras maldiciendo a quienes tan arteramente violaron las leyes de hospitalidad caras a los hombres y a los dioses.
En cuanto a las prisioneras, ni su desdicha ni su indignación fueron menores en modo alguno. Gimen y se lamentan día y noche. Rómulo las visita personalmente y les explica que lo ocurrido se debió al orgullo de sus padres, que se habían negado a las correctas peticiones de esponsales de sus vecinos, y que aquellos amantes captores sólo deseaban convertirlas en sus esposas, compartiendo bienes, ciudadanía y los preciados hijos. Entretanto, los sabinos se organizan para arremeter contra Roma, y una prolongada guerra da comienzo. Al principio, los romanos aplastan con su poderío cualquier intento, pero entre los rivales surge un caudillo llamado Tito Tacio, y las acciones se equilibran. Se preparan los ejércitos para la embestida final que, a no dudarlo, regará el suelo de la mejor sangre de ambos pueblos. Ya los arqueros dejaron partir la primer nube de flechas que oscurece el firmamento. Pero entonces, de los muros de Roma surgen en masa aquellas mujeres por cuyo agravio se había originado la guerra, y, sueltos los cabellos y rasgadas las vestiduras, interponen sus cuerpos y sus gritos en el centro del campo de batalla. En nombre de los muertos, imploran a los combatientes que depongan las armas. Padres, maridos y hermanos se conmueven. Establecen una tregua, y ambas facciones entran en razón. Es hora de perdonar y curar las heridas. Rómulo y Tito Tacio acuerdan hacer de ambos pueblos uno solo, y gobernar conjuntamente (aunque el caudillo sabino perecería tiempo después en una contienda contra los laurentinos). Así fue cómo aquella mítica población del Lacio adquirió una identidad definitiva.
En efecto, Rómulo fue el primer rey de Roma. A su muerte, se lo adoró como a una deidad. Pero hubo otros después de él, según la leyenda. La ciudad de las Siete Colinas, conoció también Siete Reyes. El pacífico y reformador Numa Pompilio; el belicoso Tulio Hostilio; el valiente y moderado Anco Marcio; el intrigante Tarquino Prisco, denominado más tarde “El Antiguo”; la humildad personificada de Servio Tulio; y finalmente, por supuesto, Lucio Tarquino, apodado “El Soberbio”.
Llegó éste al poder asesinando a su antecesor, nada menos que su propio suegro, cuyo cadáver dejó insepulto, e instauró una tiranía basada en el terror, eliminando a sus potenciales enemigos políticos y masacrando toda oposición. El odio y el descontento crecían a su alrededor como la maleza en un jardín abandonado. Sus tropelías y las de sus hijos no parecían encontrar límite. Pero acaso los nobles romanos no hubieran hallado el valor para quebrar el miedo y rebelarse sin la ejemplar intervención de una mujer. Lucrecia era la esposa del joven Colatino. Él, por entonces, mantenía gran amistad con los hijos del rey. Una noche de copas, hicieron una apuesta a ver cuál de sus mujeres era más recatada y complaciente. La prueba consistía en volver de improviso al hogar y observar la reacción de la esposa. Y la palma se la llevó Lucrecia, naturalmente. A diferencia de las nueras de Tarquino, a las que habían sorprendido matando el tiempo con amigas en un banquete, la encontraron trabajando la lana en medio de sus esclavas, y en cuanto vio su marido atravesar el umbral se preocupó por agasajarlo, lo mismo que a sus invitados. El resultado de aquella apuesta sería funesto, sin embargo. Sexto Tarquino, el mayor de los príncipes, seducido e impresionado por la belleza y el comportamiento de Lucrecia, regresó días después a la casa en ausencia de Colatino, y se hizo albergar como huésped pretextando las altas horas. Esperó a que los sirvientes durmieran, y se introdujo en el dormitorio de Lucrecia, espada en mano, decidido a doblegar su voluntad. Ni siquiera el miedo a la muerte convenció a la señora de resignar su honor. Pero el miserable la amenazó con poner junto a su cadáver el de un esclavo desnudo y degollado para que se dijera que había muerto durante un adulterio, y ante tal perspectiva de vergüenza, se entregó. No obstante, en cuanto el violador se hubo marchado, la ultrajada mujer envió mensajeros a su padre y a su esposo para que acudieran enseguida. Al llegar estos, rompió a llorar y reveló toda la verdad sobre lo sucedido, dispuesta a dar con su vida testimonio de sus palabras. Ni bien acabó su terrible relato, se clavó en el corazón un cuchillo que tenía oculto en el ropaje, y doblándose sobre su herida se desplomó moribunda, ante el espanto de los suyos, que no lograron impedírselo.
El cuerpo sin vida fue llevado al foro, donde la indignación por tamaño crimen y la elocuencia de un tal Lucio Junio Bruto, amigo de la familia y sobrino del rey, amotinan a la gente y prenden la mecha de la revuelta. La muchedumbre en pleno se subleva. Tarquino es destronado y expulsado de la ciudad junto con sus hijos (a Sexto lo asesinan poco después en el destierro). Bruto y Colatino son designados cónsules en los primeros comicios.
Según nos cuenta el historiador Tito Livio, la monarquía duró en Roma, desde la fundación de la urbe hasta su liberación, doscientos cuarenta y cuatro años. El pueblo romano jamás olvidaría las atrocidades de aquel último rey. Tal es así que, a partir de entonces, el título quedaría cubierto de oprobio. Ningún hombre, por más poderoso que llegase a ser, osaría proclamarse ya “Rey de Roma”. Nunca más.