Décimoquinto disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 41 en julio de 2001. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
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"Si se pidiera a cualquiera que determinara el período de la historia del mundo en que la condición de la raza humana fue más próspera y feliz, mencionaría sin dudar la que se extiende entre la muerte de Domiciano hasta el ascenso de Cómodo"... Las palabras pertenecen al gran historiador británico del siglo XVIII Edward Gibbon. En efecto, nos hemos detenido a contemplar minuciosamente episodios atroces de la gesta romana que transcurrieron a menudo en apenas un año o menos: tiranías, guerras civiles, matanzas absurdas y crueles locuras. Y ahora estamos a punto de pasar de un plumazo más de ochenta años en un solo capítulo por la increíble razón de que en ellos casi todo fue paz, abundancia y progreso bajo gobernantes justos y costumbres civilizadas. Como si no fuésemos capaces de encontrar solaz en otra cosa que no lleve el escándalo, la violencia y el horror impresos en su relato; como si la condición humana requiriese forzosamente de los avatares de la sangre y el vicio para mantener su interés en un pasado que duerme el sueño inquieto del remordimiento eterno.
Cinco grandes emperadores para un siglo irrepetible. Con sus correspondientes reinados: largos, estables y productivos. El enorme territorio del Imperio guiado y controlado con virtud y sabiduría, conservando cuidadosamente las formas de la administración civil; los ejércitos contenidos por la mano firme y paternal de cinco príncipes sucesivos cuyo carácter y autoridad suscitaban un respeto involuntario en las huestes; cinco soberanos que a pesar de gozar del poder absoluto, se recreaban en la imagen de la libertad y se complacían en considerarse ministros sometidos a la ley. Apenas cinco nombres para todo un siglo. La posteridad los recuerda como los Antoninos, un puñado de figuras que ni siquiera pertenecían a una misma familia ni formaron una dinastía, sino que cada uno subió al trono adoptado como hijo por su antecesor. Salvo el primero.
Apenas había aceptado Nerva la púrpura de los asesinos de Domiciano, cuando descubrió que su avanzada edad lo incapacitaba para refrenar el torrente de desórdenes públicos que se habían multiplicado bajo la reciente tiranía. Con más diligencia que energía, restableció el orden y la tranquilidad, declaró una amnistía general y llamó de regreso a los senadores desterrados. Pero su acto de mayor nobleza y envergadura fue dimitir en favor de un hombre con mejores condiciones para el gobierno. Tres meses después, fallecía de muerte natural, y su hijo adoptivo, por gratitud, lo divinizó.
Fue éste Trajano, un general de la Hispania Bética que el capricho de la fortuna y el tino de su antecesor pusieron en el trono como primer monarca extranjero. Su virtud e integridad moral le granjearon de inmediato el respeto de la nación. Al ascender, delegó su espada al prefecto del pretorio, y le dijo "te doy esta arma para que la uses en mi favor, si obro bien, o contra mí, si obro mal". Su mujer, Plotina, no se quedó atrás. Ingresó al palacio imperial con un simple vestido de lino, limpia de joyas y adornos costosos, y se volvió al pueblo para exclamar: "así como me veis entrar, así quiero que me veais salir". Y por supuesto, cumplió su palabra.
Trajano embelleció y saneó a Roma, y como soldado orgulloso que era realizó campañas y extendió hasta el Tigris los límites del Imperio. De hecho fue el último conquistador romano. Doscientos cincuenta años más tarde, aún se lo recordaba con amor y veneración, por eso el Senado, al aclamar entonces un nuevo emperador, expresó su deseo de que superara "los aciertos de Augusto y la virtud de Trajano".
Elio Adriano también provenía de España. Con gran inteligencia previó que la expansión de Roma sólo podría perjudicarla, de modo que renunció a los territorios anexados por Trajano de Armenia y Asiria y construyó una famosa muralla para definir las fronteras en Bretaña cuyas ruinas aún hoy pueden verse con admiración. Sus grandes pasiones fueron los viajes y la arquitectura. Durante catorce de los veintiún años de su reinado, se dedicó a recorrer personalmente las provincias para vigilar a los gobernadores y remediar los excesos; su cariño por todo lo que fuera griego lo llevó a realizar obras monumentales en la Hélade. En sus viajes, solía acompañarlo su joven amante Antínoo, del cual se decía que su belleza no tenía par, pero durante una travesía por Egipto el muchacho se ahogó en las aguas del Nilo, ya sea por casualidad o por voluntario sacrificio que le impusiera un oráculo al revelar que la pérdida de su vida salvaría la del emperador. Adriano lloró amargamente la muerte de su concubino; tanto así que le dedicó una ciudad entera, Antinópolis, y erigió un templo para deificarlo que tuvo gran éxito, puesto que su culto se multiplicó en estatuas y medallas por toda Italia. El propio soberano murió de hidropesía tiempo después, y su carácter se había agriado notablemente, pero las pequeñas injusticias de sus últimos días no llegaron a opacar el fulgor de su reinado.
Si Adriano había pasado la mayor parte de su mandato viajando, su sucesor no dejó Roma en 23 años salvo por una breve excursión al Asia. Su talante bondadoso y calmo también contrastaba con la febril actividad del anterior monarca. Antonino Pío fue un emperador tan ecuánime y compasivo, tan modesto y dedicado, que todo este grupo de príncipes recibió de su nombre el apelativo para la Historia. Extendió la tranquilidad y el provecho a todo el Imperio, protegió con leyes audaces a las mujeres y a los esclavos, se abstuvo de promover intrigas o persecuciones, todo esfuerzo lo dirigió hacia la felicidad de sus súbditos y la paz en sus dominios. Es inútil buscar en los libros: jamás hubo otro como él.
Marco Aurelio, su yerno, hubiese representado fielmente el sueño de Platón: un emperador filósofo. No sólo era creador de magníficos preceptos, sino que trató de ajustar sus actos a ellos con apasionado rigor. De modo que era severo consigo mismo, indulgente con los defectos ajenos y caritativo con todo el mundo. Detestaba la guerra como la mayor desgracia y vergüenza de la naturaleza humana, pero cuando la necesidad de una defensa justa le exigió tomar las armas, no vaciló un instante y se expuso a las privaciones del campamento o a los peligros de la peste para defender su soberanía y los límites del Imperio. Tal fue su virtud y su celo, que más de un siglo después muchos romanos reverenciaban todavía la imagen de Marco Aurelio junto a los dioses tutelares de su propio hogar.
Acaso no haya mal que dure cien años, pero por cierto que no hay bien que llegue a cumplirlos. Pocos fueron capaces de imaginar que la era feliz de los Antoninos iba a culminar con el reinado de un monstruo.
Pero así sería.