Décimosegundo disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 38 en febrero de 2001. // publicado por: César Fuentes Rodríguez // publicado por: CFR
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Las intrigas de Agripina, que iban desde los favores sexuales al asesinato despiadado, colocaron finalmente a su hijo Nerón en el trono. Ella creía que podía manipularlo, como había hecho hasta entonces con quien se le pusiera delante, pero un día descubrió que el joven príncipe tenía voluntad propia y no sería tan dócil como ella había calculado. El pueblo, por su parte, no sabía qué pensar del muchacho. Los primeros cinco años de su mandato fueron bien recibidos, pues acataba los consejos de sus preceptores Burrho y Séneca, quienes se ocupaban de los asuntos de Estado con prudencia y esmero. Sin embargo, poco a poco se cansó de esta tutela y dio rienda suelta a sus depravados instintos. Cuenta el historiador Suetonio que ya su padre Domicio, considerado un hombre de enorme crueldad, contestaba a las felicitaciones de sus amigos por el alumbramiento del nuevo vástago "que de Agripina y él no podía nacer más que algo detestable y fatal para el mundo". En efecto, Roma iba a conocer un monstruo todavía más infame que Tiberio y Calígula.
Comenzó por realizar salidas nocturnas de incógnito con ciertos compinches de baja estofa, y se dedicaba a atacar a los transeúntes que volvían de cenar, a cometer fechorías en las tiendas cerradas o a recorrer los peores burdeles donde se prostituía sin límites. Su desenfreno fue en aumento, procurándose todos los vicios que la lujuria, la gula, la crueldad gratuita y el abuso de poder le dictaban, con todos los medios que su condición de emperador le permitía. A sus vilezas asociaba gran amor por el canto y la poesía, y aunque su voz era delgada y ronca, y sus versos probablemente mediocres, se consideraba entre los mayores artistas y daba representaciones públicas en circos y teatros donde verdaderas muchedumbres eran pagadas para aplaudir. Se hizo construir un palacio, llamado la Casa de Oro, de cuya extensión y magnificencia bastará decir que en el vestíbulo albergaba una estatua suya de treinta y seis metros de alto, y sus interiores eran dorados, con abundante nácar, perlas y piedras preciosas por adornos. Los techos de los comedores giraban como esferas celestes, y de ellos caían pétalos de flores y un fino rocío de perfume mientras cenaban los comensales. El día de la inauguración, Nerón dijo: "Al fin voy a habitar como hombre". Pero tales derroches vaciaron las arcas del Estado, de modo que el tirano implementó nuevamente las delaciones, confiscó los bienes de las víctimas y despojó los templos de sus tesoros. Una historia repetida, por cierto, pero más brutal aún que las de antaño.
El asesinato de Británico, hijo legítimo del fallecido emperador Claudio, fue sólo un anuncio de su naturaleza sanguinaria que se desataba finalmente. Nerón ya se hallaba en conflicto con su madre Agripina cuando apareció en la escena Sabina Popea, una mujer de fabulosa belleza que, según el historiador Tácito, poseía todas las cualidades imaginables menos la virtud. Ella fue la que dio el último empujón para que el príncipe se decidiera a quitar a su progenitora del camino. Lo intentó con una trampa mortal mientras navegaba hacia una villa de recreo, pero aunque la cubierta se hundió y mató a sus acompañantes, ella consiguió escapar a nado. A Nerón no le quedó otro remedio que enviar un centurión a matarla, con el pretexto de que había organizado un complot contra su vida. Así se cumplió la profecía que los caldeos le hicieran a Agripina muchos años antes, de que el hijo sería emperador y mataría a su madre, a lo que ella contestó incrédula: "Que la mate, con tal de que lo sea". Sin embargo, a partir de entonces y hasta el fin, el matricida vivió atormentado por las pesadillas y los remordimientos nocturnos. Eso no le impidió continuar con sus crímenes, entre los cuales no perdonó a vestales ni a senadores. Popea lo instigó también a traerle la cabeza de su anterior esposa, Octavia, a la cual había repudiado para casarse con aquella. Y pasado algún tiempo ni la propia Popea se salvó, pues estando encinta, inició una discusión en la que le recriminó a su esposo el volver tarde de los juegos, y el emperador acabó matándola a puntapiés en el vientre.
Sería ocioso, aunque interesante para el morbo, continuar enumerando las perversiones de Nerón, pero eso no nos dejaría espacio para citar el hecho más célebre y el más funesto de su reinado. En el año 64 -dice Tácito- estalló un incendio en las inmediaciones del Circo Máximo, que nutrido por fuertes vientos y por los almacenes de aceite existentes en aquel cuartel, destruyó diez de los catorce barrios en que se dividía Roma. El fuego ardió con violencia a lo largo de seis días y siete noches, y el pueblo no tuvo durante ellos otro refugio que los monumentos y las sepulturas. Unos dicen que el emperador fue ajeno al hecho, pues se hallaba en su villa de Ancio y volvió apresuradamente para prestar socorro a los damnificados en cuanto se enteró. Pero los más sospecharon que él mismo era el responsable, porque muchas veces se lo escuchó condenar el mal gusto de los edificios antiguos, y la estrechez e irregularidad de las calles de la ciudad. Proyectaba construir una nueva Roma, y rebautizarla como Nerópolis. Y en efecto, reconstruyó febrilmente sobre las ruinas a su tiempo. Ésos que así pensaban, dieron crédito de buen grado al rumor de que Nerón desde lo alto de la torre de Mecenas contempló la ciudad que se abrasaba encantado por la hermosura de las llamas y, envuelto en ropajes teatrales, cantó lira en mano su composición sobre la caída de Troya.
Sin embargo, es falso que acusara del incendio a los cristianos y que los hiciese matar en la arena del circo devorados por leones. Esta fue una mentira que propaló la Iglesia para inventarse orígenes heroicos en una época imposible. Durante el reinado de Nerón (54-68 EC) aún no se habría escrito ningún evangelio, y los cristianos eran completamente indistinguibles de los judíos para cualquier funcionario romano; de hecho, ni siquiera San Pablo hace referencia a “cristianos” en sus epístolas. Las noticias relativas a esta mítica persecución fueron insertadas siglos más tarde en los textos de Suetonio y Tácito por copistas ansiosos de reescribir la historia en su propio beneficio. Así que si hablamos de las infamias de Nerón, no hay porqué olvidar la que los fanáticos de la secta de Cristo le endosaron a él.
Pasado un tiempo, la aristocracia se cansó de las exacciones para costear las extravagancias de su Emperador. Hubo una conjura anticipatoria, la de Pisón, que fracasó, y muchos ilustres romanos (entre ellos, Séneca, y los escritores Petronio y Lucano) se suicidaron preceptivamente mientras otros conocieron la caricia del verdugo. Y entonces, luego de cerca de catorce años de soportar al príncipe histrión y homicida, llegó la definitiva. Las provincias se sublevaron y el emperador, a la primera señal, huyó descalzo y medio desnudo a esconderse en la casa de campo de un liberto suyo. Sintiéndose acorralado, al enterarse de que el Senado lo había declarado enemigo de la patria, se hundió un puñal en la garganta. Cuentan que entre sus últimas palabras, exclamó dolido: "¡Qué muerte para tan grande artista!".