Décimocuarto disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 40 en mayo de 2001. // publicado por: CFR
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El hombre que sucedía a la casa Julia-Claudia en la regencia del mundo, no sólo traería un soplo de orden y dignidad al vapuleado Imperio, sino que fundaba una nueva dinastía: la de los Flavios. Su nombre era Vespasiano, y ascendió al trono ya casi sesentón. Siguiendo el ejemplo de Augusto, transfirió al Senado el centro del gobierno y, como bajo los últimos tiranos la Asamblea de los Padres había decaído en honestidad y en número de miembros, integró a sus filas y al patriciado romano ciudadanos de las Provincias, hasta de las regiones más alejadas, siendo él mismo proveniente de una humilde familia provinciana. Con gran denuedo y austeridad consiguió nivelar la economía y dejó un legado de estabilidad envidiable. Durante su reinado, mandó construír monumentales edificios. El Coliseo, que albergaba a 87.000 espectadores y aun hoy en ruinas constituye el emblema más reconocible de la grandeza romana, fue su obra e iniciativa.
Vespasiano dejó dos hijos: Tito y Domiciano, y naturalmente se empeñó en que heredaran su cargo, puesto que a esa altura las esperanzas de volver a la República eran vanas y ya se esperaba de un emperador que el poder pasase a sus descendientes. Tito fue el primero en reinar. Lo más asombroso de este príncipe fue que, adorado en el trono, antes de subir a él fue objeto de la censura pública y hasta del odio durante el gobierno de su padre. Le habían labrado una reputación de extrema crueldad y ambición por haber devastado la ciudad de Jerusalén y destruído el Templo sagrado con celo implacable durante la guerra contra los judíos. Y por otra parte se lo tenía como un muchacho de costumbres disipadas, que gustaba de la compañía de pervertidos y tahúres; además, su pasión por la reina hebrea Berenice, a la cual pretendía hacer su esposa, no era bien vista por los ojos romanos. Muchos lo temían como a un nuevo Nerón. Sin embargo, al morir Vespasiano, se le vio renunciar a todos los vicios y abrazar todas las virtudes. Desplegó un carácter compasivo y generoso, y se hizo querer por el pueblo y el Senado, hasta el punto de que sus contemporáneos lo llamaban "amor y delicia del género humano". Durante su breve gobierno, Italia fue azotada por espantosas calamidades. Sobrevinieron incendios, inundaciones, pestes y sobre todo la famosa erupción del volcán Vesubio, que sepultó bajo toneladas de ceniza y lava ardiente las ciudades de Pompeya y Herculano. En todas partes la mano piadosa del emperador estuvo pronta para el socorro de los desgraciados, a quienes abrió el Erario y cedió el producto de los ornamentos de su propia casa. La caridad había llegado a ser su única costumbre, y al día que no podía ejercerla lo llamaba "un día perdido".
Cuentan que falleció de muerte natural, acaso a raíz de un baño imprudente. A Roma llegó la triste nueva de que el amado príncipe había exhalado el último suspiro en sus tierras de Sabina con tan sólo 42 años, y en sus funerales hubo tanto dolor popular como no se veía desde los tiempos de Germánico. El luto, empero, no fue respetado por los judíos, que recordaban enconadamente al saqueador de Jerusalén, ni tampoco por su hermano Domiciano, que siempre le había tenido celos y soñaba con sucederle, tanto así que muchos sospecharon que tuvo que ver con su desaparición.
Domiciano también tenía mal renombre antes de su ascensión; se presentía su índole perversa y desconsiderada en la insolencia de sus actos; y sus ansias de poder sólo cedían en intensidad ante la rapacidad y el miedo, que eran los rasgos más salientes de su carácter. Los primeros tiempos de su reinado, sin embargo, fueron positivos. Embelleció a Roma con monumentos, prestigió sus bibliotecas y hasta emprendió algunas campañas militares con resultados dispares. Más tarde que temprano, entonces, reveló su faceta autoritaria y quiso establecer una monarquía salvaje que repitió las atrocidades de Nerón y Calígula. Censuró la libertad de pensamiento, persiguió y ajustició a los opositores, exprimió con gravámenes injustos a nobles y plebeyos... Hasta los filósofos de la escuela estoica merecieron un decreto que los expulsaba de Italia.
El monstruo, desde luego, no vivía en paz. Veía traidores en todas partes, y dictaba sentencias de muerte a la menor sospecha. En verdad no se equivocaba, porque la conspiración prosperó finalmente bajo su propio techo, de la mano de su secretario Esteban y de su esposa Domicia. El primero fingió haberse lastimado el brazo izquierdo y durante una semana lo llevó vendado. Luego, pretextando que iba a revelarle cierto complot contra su vida, logró quedarse a solas con el emperador, y mientras éste leía un documento falso, el liberto extrajo de su vendaje un puñal y lo acuchilló en el vientre. Acudieron los guardias que estaban a su servicio, funcionarios y hasta su ayuda de cámara al oír los gritos, pero lejos de ayudarlo, enterraron sus propias armas en el cuerpo del tirano, pues todos estaban en la conjura.
Asegura el historiador Suetonio que poco antes de aquella fatídica jornada, Domiciano soñó que le nacía detrás de la espalda una joroba de oro. Dedujo de ello que el Imperio habría de convertirse, luego de que él dejase de existir, en un Estado feliz y floreciente.
Nunca hubo predicción más acertada.