Séptimo disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 33 en julio de 2000. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
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Cuando retornó Octavio a Roma, después de la incorporación de Egipto y del arreglo de los asuntos asiáticos, todas las miradas se volvían hacia este hombre, que ahora no tenía rivales en su camino hacia el poder absoluto. A algunos les costará reconocer en él, por las obras y conductas que siguieron, al pérfido antagonista de Antonio y Cleopatra, quien pronto se transformaría en el gran pacificador del Imperio.
Atento a la suerte corrida por su tío Julio César, asesinado bajo la sospecha de aspirar a la monarquía, Octavio procedió con notable prudencia y alimentó con sus actos la ilusión de la República, mientras concentraba en su persona una a una las magistraturas y aceptaba con reticencia los honores que el servilismo del Senado le sancionaban. Rehusó los templos y los altares que intentaron alzarle, y tuvo, no palacios, sino una simple casa; tampoco cortesanos, sino amigos; ni siquiera chambelanes a su alrededor, sino sus propios esclavos y libertos, como cualquier ciudadano acomodado; vestía una toga sencilla, y prefería las costumbres moderadas. Abrazó el título de Princeps (príncipe), vale decir, Primer Ciudadano del estado, aunque emitía su voto en el Senado igual que los demás miembros. También acogió la dignidad de Imperator, que le daba el mando supremo de las fuerzas militares de mar y tierra, y así se convirtió en el primer Emperador. Recibió después el epíteto de Augustus, que sólo se daba a los dioses y a los lugares sagrados, aunque en rigor significaba apenas 'conspicuo', 'notorio'... Sin embargo, con este nombre lo conocerían las generaciones futuras: Augusto, el constructor de una nueva era.
Bajo su reinado, la administración alcanzó un grado de orden y eficiencia tal que muchos siglos después el Imperio siguió funcionando sobre la inercia de aquel impulso, a pesar de la corrupción obstaculizadora de los funcionarios y los excesos descabellados de otros soberanos. El derecho y la justicia sanearon sus códigos. Las provincias se integraron a la acción centralizadora y participaron de las reformas.
A instancias de Augusto, se elevaron templos y edificios monumentales, hermosas esculturas y las manifestaciones más variadas del intelecto, que hicieron de Roma el centro cultural del mundo. Florecieron las artes, las ciencias, y aun la filosofía, para la que los romanos nunca parecieron bien dotados. Fue el período de los grandes poetas cortesanos: Virgilio, el narrador épico de los orígenes de Roma; Horacio, el sencillo degustador de los placeres y las sentencias de la vida; Propercio, el de las famosas elegías; el amoroso Ovidio, exiliado porque supuestamente sus versos pervirtieron a la hija del Emperador. Nada hizo tan célebres aquellos tiempos como las letras, las únicas creaciones humanas capaces de atravesar el tiempo indemnes y hablarnos con voz presente de aquella edad magnífica que los historiadores aún llaman El Siglo de Oro.
Sin embargo, la fortuna que había protegido con fiel constancia la carrera política de Augusto, le fue extrañamente adversa en su vida doméstica, y contraria a sus esfuerzos para escoger un sucesor grato a su corazón. De las tres esposas que tuvo, fue la astuta Livia, la tercera, la que le trajo odiosos trastornos y amargas calamidades. La unión de las dos familias más grandes de Roma, la Julia y la Claudia, hizo, en efecto, degenerar en tiranía al naciente Imperio. No habiendo tenido hijos de Augusto, esta mujer inescrupulosa desplegó todas sus artes e intrigas para procurar la sucesión a uno de los de su primer matrimonio: Tiberio. Para ello se valió de chantajes, complots, sobornos y, por supuesto, asesinatos por envenenamiento o a manos de esbirros. Fue eliminando así los obstáculos en el camino de su hijo y privando al estado de una progenie que se perfilaba como tanto más saludable. Las sospechas llegan aún más lejos, y algunos supusieron que el propio Augusto, que enfermó de repente y murió al regreso de un viaje de reconocimiento, también fue su víctima.
Dicen que momentos antes del final, pidió un espejo y se arregló. Luego llamó a los íntimos a su presencia y les dijo: -"La comedia ha terminado... ¿he desempeñado bien mi papel?"... Y agregó: "Si estáis contentos, aplaudid". Siguiendo la costumbre oriental, fue divinizado en una ceremonia denominada apoteosis, se le erigieron templos y colegios sacerdotales, y el ejemplo siguió a través de los tiempos, casi con cada nuevo Emperador. Parecía que aun el fin del gobierno de Augusto sólo auguraba una época larga y feliz de estabilidad donde las Guerras Civiles eran meros recuerdos trágicos y la paz reinaría imperturbable. Lo que nadie podía prever es que en realidad comenzaba una era de libertinaje y decadencia como el mundo jamás había conocido.
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