Décimoséptimo disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 42 en septiembre de 2001 // publicado por: César Fuentes Rodríguez
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A la muerte del sanguinario Cómodo, sus asesinos le ofrecieron la púrpura real a Publio Elvio Pertinax, prefecto de Roma. Un hombre de origen humilde, buenas intenciones y avanzada edad. Sus primeras medidas fueron generosas y acertadas, y todo indicaba que este Pertinax volvería a instaurar una raza de emperadores austeros y benignos como los Antoninos, pero la corrupción política ya había llegado entonces a la médula del poder y los militares se sentían dueños de las decisiones del Imperio. Entre ellos, los pretorianos, soldados de la guardia personal de los soberanos y cuerpo residente en Roma, se consideraban con derecho a elegir su candidato.
El pretor Leto, que había tomado parte en la conspiración que eliminó a Cómodo, pronto advirtió que el nuevo emperador no toleraría favoritos ni se dejaría influir por intereses parciales, de modo que excitó los ánimos de sus subordinados hacia la sedición. Un decreto que prohibía a los pretorianos andar armados en las calles de Roma fue la excusa que detonó la virtual revuelta. Alrededor de doscientos irrumpieron en el palacio, y el anciano emperador, lejos de arredrarse, salió a enfrentarlos con toda la dignidad y fiereza de su investidura. Ante aquella muestra de majestad, los sublevados se refrenaron y volvieron las espadas a las vainas. Pero un bátavo (cuyo ignominioso nombre la historia guarda: Tausio) demasiado ofuscado como para escuchar la reprimenda del soberano, lo atacó repentinamente con su lanza, y los demás se plegaron acribillando al infeliz y sacando luego a pasear su cabeza por la ciudad.
Resultó que los pretorianos no tenían un sucesor elegido, ni siquiera un candidato firme. Por otra parte, ante semejantes muestras de intolerancia política, los senadores y caballeros se mostraron renuentes a reclamar el codiciado trono real. Ocurrió entonces uno de los hechos más insólitos de la historia humana, cuando el Imperio más fabuloso que el mundo había conocido fue puesto a remate, ofrecido al mejor postor. Los pretorianos organizaron una subasta pública donde, a aquel que les pagara más por cabeza (su número se elevaba a 12.000 efectivos aproximadamente, por entonces), le sería otorgada la púrpura.
Pronto se identificaron dos oferentes: Tito Flavio Sulpiciano, prefecto de la ciudad, quien se postuló por miedo a los propios guardias (los cuales sospechaban de él como simpatizante del príncipe asesinado); y Didio Salvio Juliano, un magistrado riquísimo y ya sexagenario. Éste último no ambicionaba desesperadamente el cetro, pero fue incitado por su esposa Manlia Escantila y su hija Clara a pujar en la subasta. Terminó ofreciendo 25.000 sextercios per capita y le fue concedido el Imperio.
No tardaría en descubrir que había pagado semejante suma por su propia sentencia de muerte. Si bien el Senado ratificó los resultados del remate, para detentar el poder en la Roma de los Césares era necesario contar con el apoyo de las legiones. Éstas no estaban dispuestas a tolerar el arbitrio de los pretorianos y mucho menos a obedecer a quien había comprado el Imperio. Renacieron las guerras de sucesión, que no afloraban desde los tiempos de Vespasiano, casi cien años antes.
Las legiones de Bretaña, Siria y Panonia se alzaron al unísono, y cada una proclamó emperador a su propio jefe: Clodio Albino, Pescennio Negro y Septimio Severo respectivamente. Éste último tenía la ventaja de hallarse más cerca de la metrópoli y de ser considerado un general más audaz que los otros. De inmediato se puso en contacto con el de Bretaña para establecer una alianza, proponiéndole asociarlo al poder cuando lo hubiesen obtenido. Luego marchó hacia Roma.
Didio Juliano, entretanto, comenzó fortificando la ciudad y aprontando las huestes para resistir, pero ante las alarmantes noticias que anunciaban que Severo no se detendría ante nada, cambió de táctica y quiso hacer tratos con el invasor. El Senado le retiró su apoyo y sus pretorianos, una vez recibida la paga, probaron ser completamente desleales a su empleador. Severo les ofreció el perdón por medio de emisarios si abandonaban a Juliano y a los asesinos de Pertinax. Así fue cómo señalaron de entre ellos a los culpables y convencieron al Senado de que declarara al pobre Didio Juliano reo de muerte a través de un decreto. Dicen que al presentárselo, sólo respondió: "Pero yo, ¿qué mal he hecho?".
Septimio Severo se enteró de la sentencia en las afueras, adonde una diputación de cien senadores fue a rendirle homenaje como nuevo César. Invitó luego a los pretorianos a que asistieran, en traje de gala, sin armas ni coraza, a ofrecerle su apoyo y recibir la promesa de los donativos; y cuando los tuvo ante sí, los hizo rodear por tropas escogidas de su ejército, les anunció que quedaban disueltos y los condenó a todos al destierro, con amenaza de muerte para aquel que fuese hallado del lado romano de la centésima piedra miliar. Luego de eso, el pueblo lo aclamó, y él no partió de Roma sin haber celebrado funerales regios para Pertinax, a quien deificó.
Pero las guerras fueron largas, y Severo se mostró como un luchador incansable. Primero derrotó a Pescennio, su rival en Oriente y sometió la ciudad de Bizancio. Luego traicionó a Clodio Albino, que ingenuamente había creído sus promesas, y terminó venciéndolo en batalla, enviando al Senado su cabeza, y ajusticiando a los miembros del cuerpo que habían alentado a este enemigo, entre ellos aquel Sulpiciano que se había presentado a la nefasta puja por el Imperio.
Septimio Severo continuó guerreando, y aun durante los tiempos de paz, su labor para legislar y administrar el Estado fue incesante. Quiso arrogarse el derecho de ser considerado hijo de Marco Aurelio para designarse así heredero de los Antoninos. Pero al final se resignó a convertirse en el tronco de una nueva y prometedora estirpe. *
Sólo los dioses estaban al tanto de cuán breve sería, sin embargo. Apenas fallecido el soberano, se desataron los celos entre sus hijos Geta y Basiano por el poder. Éste último, el mayor, contrató sicarios para mataran a su hermano, y de hecho lo hicieron frente a las narices de su propia madre. Aquel fratricidio de algún modo revivía la leyenda negra de Rómulo, fundador de la ciudad, pero en la historia de Basiano (o Caracalla, como también lo llamaban) existe un elemento de perversión acorde con aquel decadente imperio: su madre Julia Domna no sólo disimuló el asesinato de su otro hijo, sino que aceptó compartir el gobierno con el que le quedaba sin el menor remordimiento. Las crueldades de Caracalla acabaron en un complot contra su vida que se materializó al primer intento.
Durante tres años, el trono de Roma quedó vacante.