Octavo disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 34 en agosto de 2000. // publicado por: Cesar Fuentes Rodriguez
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Y fue durante el reinado de Augusto que un historiador llamado Tito Livio emprendió la monumental tarea de contar la gesta de Roma desde los míticos orígenes. La escribió en ciento cuarenta dos libros, y sólo la muerte le impidió continuar. Los avatares del tiempo se encargaron de reducirlos a treinta y cinco, que son los que llegaron hasta nosotros. Así conocemos a los grandes héroes de la antigüedad con los que los romanos de la era imperial soñaron, ejemplos de osadía, patriotismo y austeridad. Mitad historia, mitad leyenda...
Algunas de aquellas fábulas databan de la época de la Monarquía. Como la de los Horacios y los Curiacios. Sucedió que el rey Tulio Hostilio había entrado en guerra con los albanos, pero al chocar los ejércitos, se consideró el derramamiento de sangre una calamidad y los líderes decidieron resolver el conflicto a través de un duelo singular. Había entonces, en cada bando, tres hermanos gemelos muy parejos en edad y fuerza. Fueron convocados y juraron mostrarse dignos del reto, pues los vencedores darían a su propia gente la supremacía sobre la región del Lacio. A poco de iniciada la lucha, dos de los Horacios, que representaban a Roma, mordieron el polvo y conocieron la negra muerte. Los Curiacios de Albalonga se hallaban agobiados por las heridas, y el Horacio restante, aunque ileso, había quedado solo para enfrentar a los tres. Determinado a ofrecer pelea, comenzó a retroceder para evitar que lo rodearan, y puso distancia de sus enemigos lo más pronto posible. Al mirar atrás, observó que lo seguían muy alejados entre sí, al parecer según las fuerzas de que aún disponían en cada caso, y el más adelantado se encontraba apenas unos pasos atrás. De modo que se volvió intempestivamente y lo atravesó, mientras el ejército albano instaba a los demás a que ayudasen a su hermano con enorme griterío. Así esperó en pie el romano al segundo Curiacio que, agotado de correr, no pudo resistir el embate, y antes de que el tercero llegase hasta ellos, el Horacio lo remató. Frente a ese prospecto -muy herido, fatigado por la carrera y desmoralizado por haber presenciado la muerte de los suyos con sus propios ojos- el combatiente albano practicamente se ofreció a su adversario victorioso. El Horacio sobreviviente gritó entonces, fuera de sí: "He ofrendado dos víctimas a los manes de mis hermanos; la tercera la voy a ofrendar a la causa de esta guerra, para que mi pueblo prevalezca". Hundió su espada verticalmente en el cuello del Curiacio que a duras penas sostenía las armas, y una vez abatido, lo despojó, para luego ser aclamado con júbilo y ovaciones por el ejército vencedor.
Derrocada la Monarquía e instaurada la República, las luchas por la hegemonía recrudecieron. Los romanos se enfrentaron con Pórsena, el jefe etrusco, que llegó a ocupar la ciudad. Cuenta Tito Livio que el único acceso era un pequeño puente que comunicaba con la orilla opuesta del Tíber. Cuando Pórsena con sus hombres trataron de atravesarlo, fue defendido sólo por tres hombres. Uno, llamado Horacio Cocles (es decir, "El Tuerto") contuvo al enemigo, mientras los otros dos destruían el puente a hachazos. Finalmente, Cocles se arrojó al río y, aunque herido, lo atravesó a nado y fue aplaudido por toda la población. Otro héroe de aquella gesta fue un muchacho llamado Mucio. Disfrazado como un soldado etrusco, logró penetrar en la tienda de Pórsena con la intención de asesinarlo; sin embargo, como no lo conocía, apuñaló a su secretario por equivocación. Llevado ante la presencia del jefe enemigo, le declaró: "En Roma hay trescientos como yo, juramentados para matarte". Acto seguido, para probar su valentía y también para castigar la mano que había errado el blanco, la introdujo en un brasero encendido y la dejó quemarse sin emitir un quejido. Impresionado por semejante hazaña, Pórsena le devolvió la libertad, y Mucio fue apellidado Scevola ("El Zurdo"), por la pérdida de su mano derecha, a partir de entonces. También se recordaba a la joven Clelia, rehén de los etruscos que, al no hallarse el campamento enemigo muy lejos de la orilla del Tíber, burló a sus guardianes y cruzó el río a nado guiando a un gran número de doncellas bajo una lluvia de proyectiles. Así las devolvió sanas y salvas a Roma y a sus familias.
Hasta el prestigio casi intocable del que gozaban los magistrados estaba cimentado por la leyenda. Se recordaba el ejemplo de Cincinato, que al hallarse Roma rodeada por las huestes de los ecuos, fue reclamado por los ciudadanos y los enviados lo encontraron labrando la tierra de su finca cubierto de sudor. Aceptó la responsabilidad de guiar el ejército, y dejó el arado para empuñar la espada. En poco tiempo, logró derrotar a los enemigos con gran coraje y competencia. El pueblo lo aclamó con delirio, pero él rehusó todos los cargos y honores que le ofrecieron, y volvió a su arado y a su tierra sin exigir nada, para seguir viviendo como un ciudadano más.
También los senadores tenían su leyenda. Cuando los galos a las órdenes de Breno se abatieron sobre Roma, los habitantes fueron evacuados hacia las aldeas, pero los funcionarios más viejos se negaron a huir. Al penetrar los invasores a la ciudadela, encontraron las calles vacías salvo por algunos ancianos sentados tranquilamente en el vestíbulo de sus casas, ataviados dignamente con sus sencillas togas. Sorprendidos ante la gravedad y el porte de estos personajes, los galos no atinaron a atacarlos, hasta que un soldado intrigado tocó la larga barba blanca de uno de ellos y éste lo derribó con un golpe de bastón. Entonces Breno ordenó el degüello general e incendiar la ciudad. Un grupo de rebeldes, entonces, a las órdenes de Manlio se refugió en la colina del Capitolio y resistió un asedio de siete meses. Cierta noche, los galos treparon sigilosamente y con gran esfuerzo las paredes del edificio, pero los gansos sagrados con sus graznidos despertaron a los defensores, quienes rechazaron a último momento el peligro. Cuenta la historia que estas aves pertenecían al dios Jano, y que habían sido respetadas a pesar del hambre angustiosa que soportaron los sitiados. De modo que la advertencia bien pudo ser obra del dios, recompensando a los romanos por su piedad. Manlio fue llamado, por su heroísmo, Capitolino.
Éstos y otros hermosos relatos de patriotismo, valentía y honor contaban los romanos a sus hijos y nietos en los albores imperiales. Y lloraban de emoción evocando a sus héroes. Quizás porque la época que les había tocado ya no era heroica, ni hermosa, y muchas virtudes de las que los antiguos alardeaban se habían perdido para siempre en la impiedad y el servilismo de un presente menos orgulloso.