Quinto disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 31 en abril de 2000. // publicado por: Cesar Fuentes Rodriguez
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Todo el mundo admira a un ganador. Y Julio César fue, por sobre todas las cosas, eso: un triunfador excepcional sobre las mil disputas y retos que se le presentaron. Es verdad también que condiciones le sobraban, y que las que no eran evidentes las desarrolló y puso de manifiesto con los años: como político, fue hábil y audaz más allá de toda ponderación; como general, acusó algún revés esporádico, pero nunca sufrió derrota; como estadista, organizó la decadente República con mano segura; y si aún no bastase, hasta se destacó como orador y como escritor, narrando sus propias gestas en un estilo siempre sencillo y refinado.
Fue nombrado procónsul de las Galias, y se propuso someter el vasto territorio comprendido entre el río Rin (hoy Alemania) y los Montes Pirineos (frontera española). Era un país rebelde, poblado por guerreros orgullosos, aunque dividido por las luchas intestinas entre tribus. Además, aquitanios, belgas y galos propiamente dichos se hallaban amenazados constantemente por helvecios y germanos. Con gran astucia, César invadió la Galia Central y se presentó ante los del primer grupo como amigo, repeliendo en principio los ataques de los invasores. Luego atacó a los belgas cuando se rebelaron. Continuando la campaña contra los germanos hizo que su ejército se internara más allá del Rin, y construyó una flotilla para pasar a Britania, pero no pudo establecer ningún campamento duradero y se contentó con demandar tributo y rehenes. Después de cuatro años de lucha, había sometido pueblos y anexado amplias regiones para la gloria de Roma. Sin embargo, los galos no estaban vencidos. Surgió un caudillo, de nombre Vercingetorix, que logró unir y sublevar a las tribus contra el opresor. Los galos exterminaron varias guarniciones romanas y mantuvieron en jaque a las poderosas legiones, pero finalmente fueron rodeados en la ciudad de Alesia, donde César implementó una doble línea fortificada para impedir el contacto entre los defensores que se hallaban tras los muros y los combatientes que intentaban llegar a las puertas; de modo que mientras unos soldados sitiaban, otros a sus espaldas enfrentaban a una multitud de refuerzos recién llegados. Ante la imposibilidad de toda resistencia, y para atraer piedad por la vida de sus compatriotas, Vercingetorix se calzó su mejor armadura, enjaezó ricamente su caballo e hizo abrir los portones. César lo esperaba descansando en una silla de campaña como si fuera en un trono, flanqueado por sus cohortes. El general en jefe galo cabalgó a su encuentro, paso a paso dio una vuelta alrededor de su enemigo en completo silencio; apeóse después, y arrojando la espada a los pies del vencedor, se sentó en el suelo, inmóvil, hasta que se lo mandó llevar y ponerlo en custodia. La altivez de Vercingetorix le valió al menos la admiración de sus captores (que lo exhibieron en Roma durante el desfile triunfal), pero no lo libró de la muerte.
Con todo, la más importante conquista de César fue su propio país. "Prefiero ser el primero en una aldea, que el segundo en Roma" -solía decir. Naturalmente, sus ambiciones encontraron obstáculos. Celoso por los triunfos en las Galias, Cneo Pompeyo, con quien había compartido el poder antes de marchar hacia allí, consiguió el apoyo del Senado y se hizo nombrar dictador. César recibió una orden por la cual debía licenciar sus tropas y regresar en calidad de simple ciudadano. Por el contrario, desafiando las leyes que prohibían a todo general trasladarse de una provincia a otra con su ejército armado, el divino Julio cruza el Rubicón y declara sin más la guerra civil. "La suerte está echada" -reza la famosa frase, y la suerte se inclinó a su favor en la decisiva batalla en las llanuras de Farsalia. Derrotado Pompeyo, luego también sus partidarios, y sometidos todos los territorios provinciales, César regresó a Roma y se alzó con la dictadura.
Acaso su gobierno fue activo y justo, y no careció de reformas apropiadas ni de proyectos edificantes, pero una conspiración interrumpió sus planes y su vida. Los conjurados lo acusaban de la única ambición imperdonable para la República: querer convertirse en rey de Roma. Se dice que muchos augurios predijeron su muerte, pero él los desoyó todos y marchó ese día al Senado. Los traidores lo rodearon como falsos suplicantes y desenvainaron las dagas. Relatan las crónicas que en principio se defendió como un tigre, pero de pronto entre los agresores descubrió a su protegido Marco Bruto. Entonces se cubrió la cabeza con la toga y ya no opuso resistencia. Por azar, o porque los asesinos así lo hubiesen dispuesto, murió bajo el pedestal de la estatua de Pompeyo, su gran enemigo. Se contaron en su cuerpo veintitrés heridas.
Como escribió el historiador Suetonio: "Sucumbió a los cincuenta y seis años de edad, y fue colocado en el número de los dioses, no solamente por decreto, sino también por unánime sentir del pueblo, persuadido de su divinidad. Durante los juegos que había prometido celebrar, y que ofreció por él su heredero Augusto, apareció una estrella con cabellera, que se alzaba hacia la hora undécima y que brilló durante siete días consecutivos; creyóse que era el alma de César recibida en el cielo, y ésta fue la razón de que se le representara con una estrella sobre la cabeza. Ordenóse tapiar la puerta de la sala donde se le dio muerte; llamóse parricidio a los idus de marzo y se prohibió que se congregasen los senadores en tal día. Casi ninguno de sus asesinos murió de muerte natural, ni le sobrevivió más de tres años. Fueron todos condenados, pereciendo cada cual de diferente manera; unos en naufragios, otros en combate y algunos clavándose el mismo puñal con que hirieron a César".