Sexto disco de AVE CESAR del sello NEMS, publicado junto con la revista Epopeya Nº 32 en mayo de 2000. // publicado por: Cesar Fuentes Rodriguez
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Tan sólo la mención de su nombre evoca el misterio y la pasión, el lujo de lo exótico y los excesos del fasto, la ambición y los encantos de la hembra fatal con la que cada hombre sueña, aun hoy, más de dos mil años después. Ella, la única, la última Reina de Egipto, no sólo logró dividir al imperio más fabuloso de La Tierra, que en aquel tiempo se hallaba en el pináculo de su poder; también lo hizo tambalear. Los entendidos sostienen que, para derrumbarlo, apenas le faltó la aprobación de los dioses. La fuerza del mito que generó es tan sugestiva, tan cautivante, que aun los que no conocen su historia, saben de ella y pueden nombrarla. Algunos la consideraron una ramera; otros, una patriota. Quizás ha llegado el momento de revelar a la mujer escondida detrás de la leyenda.
La llamaban Cleopatra, de la dinastía de los Ptolomeos, estirpe de Alejandro El Grande. Su ascenso al poder fue tormentoso y no exento de intrigas familiares. El hermano menor (y también esposo, dada la costumbre incestuosa de los casamientos reales) la había expulsado recientemente del trono que compartían. Egipto era en aquel tiempo el granero del mundo, y Roma tenía firmemente plantados sus intereses allí. Cuando Julio César arribó a Alejandría dispuesto a sofocar las turbulencias, su residencia estaba literalmente cercada por los guardias de su hermano. El dictador romano se hallaba en la estancia central, cuando le anunciaron la visita de un rico mercader de tapetes con un presente. En efecto, el corpulento desconocido cargaba al hombro una valiosa alfombra enrollada, que desplegó de inmediato a los pies de su anfitrión. Sólo que el verdadero regalo estaba adentro. La joven Cleopatra emergió vestida apenas con velos transparentes a la usanza oriental y sonrió desde el esplendor de su belleza. El resto es historia conocida: César se enamoró de ella, la restauró en el trono y más tarde la llevó a vivir a Roma con el hijo nacido de ambos, a pesar de estar casado y de la consiguiente tormenta de celos de su mujer, Calpurnia.
A la muerte del divino Julio, dos hombres se repartieron el mundo romano. Octavio, que era su sobrino, tomó Italia y todo el Occidente; Marco Antonio, el hombre de confianza de César, quedó al mando de las legiones de Grecia y Asia. De algún modo, la calculadora Cleopatra tuvo que tomar su decisión. El frío y moralista Octavio era probablemente un hueso más duro de roer que el impulsivo Marco Antonio, cuya fama de lascivia y disipación iba de la mano con su valor y popularidad como general. La reina esperó el momento más oportuno, y cuando Marco la convocó, se tomó su tiempo y un buen día apareció en un navío dorado, con remos de plata y velas color púrpura, vestida como la encarnación de la diosa Venus, y rodeada de tales lujos, que su particular jornada fue uno de los hechos más comentados en el mundo antiguo. Antonio cayó fulminado ante el embrujo de aquella soberana, se convirtió en su amante, y tal vez en su títere. Las extravagancias de su romance se esparcieron, comentadas y aumentadas, y escandalizaron a la sociedad romana, que veía a Cleopatra como una extranjera corruptora de las tradiciones de austeridad que hipócritamente alentaba la República, y la imagen de Marco Antonio se hundió más y más en el desprestigio.
Eventualmente tuvo que volver a Roma, llevado por las intrigas y las capitulaciones, donde Octavio le propuso una alianza, y para ello le ofreció a su hermana Octavia como esposa. Antonio no pudo rehusarse, pero nunca negó a Cleopatra, y su corazón ansiaba partir y reencontrarla. Tal deseo se hizo realidad tres años después. Cleopatra fácilmente lo envolvió de nuevo con sus encantos, y Antonio dio rienda suelta a su adoración. La nombró "reina de reyes" ante sus súbditos egipcios, y concedió a los dos hijos que tuvo con ella grandes extensiones de tierra en Fenicia, Siria y Chipre. En Roma, los ánimos ardieron y el Senado, a instancias de Octavio, declaró la guerra.
El choque final se dio en las proximidades de Accio, en el Mar Jónico, en una memorable batalla naval. Las oportunidades para la flota egipcia eran buenas, pero pronto, una desconcertante seguidilla de pequeños desastres (entre los que se contaron deserciones, vacilaciones a la hora de atacar, y hasta un cambio meteorológico totalmente inesperado) derivó en un derrota aplastante. La reina ordenó a sus naves abandonar la lucha y puso proa hacia Alejandría. El sueño de un Egipto autónomo y poderoso había terminado para ella, lo mismo que las ambiciones de Marco Antonio de conquistar el mundo.
El general se dio muerte con su propia espada, y al menos murió románticamente en los brazos de su amante, en una escena jamás olvidada por los poetas y dramaturgos desde entonces. Poco después, Octavio arribó a Alejandría y dio órdenes de saquear el palacio. Penetró en la mismísima cámara real, y demandó saber la ubicación exacta de los tesoros, pero sólo recibió una bofetada como respuesta. Deshecha cualquier posibilidad de negociación, Cleopatra conocía la suerte que le esperaba. Sería exhibida presa y encadenada frente a su pueblo y tal vez trasladada a Roma para completar el escarnio. Sin dagas ni cuchillos que aliviaran su angustia, se hizo traer una serpiente escondida en una canasta de higos. Tomándola entre las manos, la acercó a su corazón para que le mordiera el seno.
La encontraron ya sin vida, descansando sobre un almohadón dorado y luciendo sus ropajes más opulentos, con sus dos esclavas de compañía muertas a sus pies. Una verdadera reina hasta el final.
En el año 30 (antes de la era común), Egipto se convirtió en una provincia romana. La era sagrada de los faraones había tocado a su fin. Para siempre.