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La Orgía

11 de Mayo de 2017 // Ave César 18

La Orgía

El primero de los tres relatos que iban a acompañar los respectivos discos de AVE CESAR que nunca salieron. Este hubiese correspondido al Nª18 // publicado por: César Fuentes Rodríguez

Busto de Heliogábalo Las Rosas de Heliogábalo, por Alma Tadema

Dentro de la rica galería de personajes pintorescos que proporcionó la antigua Roma, nos toca hablar ahora de uno capaz de equiparar credenciales de locura y disipación con antecesores de la talla de Nerón o Calígula. ¡Quién sabe adónde habría llegado si le hubiesen dado tiempo!

A la muerte de Caracalla, su principal conspirador, Macrino, intentó hacerse con el poder, pero su competencia militar no estuvo a la altura de su ambición. Amenazó con el exilio a la madre de Caracalla, Julia Domna, que se hallaba por entonces en Antioquía, pero ésta prefirió suicidarse antes que concederle a Macrino cualquier petición. Sólo que Julia Domna tenía una hermana, Julia Maesa, la cual a su vez tenía dos hijas, Soemi y Mammea, ambas viudas pero cada una con su respectivo hijo: Soemi era la madre de Vario Avito, de 14 años, y Mammea la de Alesiano, de apenas 12. Vivían en Emesa (Siria). Julia Maesa y Soemi hicieron correr el rumor de que Avito era hijo de Caracalla, los soldados lo creyeron, y los que no igual se contentaron con dádivas y sobornos. De golpe había un pretendiente al trono del Imperio y los acontecimientos quisieron que Roma coronara a este estrambótico adolescente oriental tan pronto como la cabeza de Macrino estuvo separada de su tronco.

Ahora bien, la ciudad de Emesa era célebre por un santuario dedicado al Sol Invicto, representado éste por un aerolito de piedra negra (semejante al de La Meca) en forma de cono con base redonda y llamado El Gabal, que quiere decir ‘dios de la piedra’. El sacerdocio de El Gabal era hereditario por línea masculina y el supremo pontífice de la religión en aquel momento resultó ser Avito, a pesar de su corta edad, razón por la cual todo el mundo acabó llamándolo como a su dios, Elagábalo o, en definitiva, Heliogábalo.

La primera impresión debe haber sido imborrable para los senadores que recordaban el porte marcial de un Caracalla o el carácter varonil de su padre Septimio Severo. Para la ceremonia de su proclamación, Heliogábalo se presentó con los labios coloreados de carmín, ropajes de seda escarlata, las pestañas pintadas con henna, y el cuerpo adornado con collares de perlas, pulseras de esmeraldas y una suntuosa diadema de diamantes.

Ya desde el primer momento, su voluntad fue trasplantar la exótica divinidad solar al panteón romano junto con Júpiter y los olímpicos. Así le consagró dos templos y todos los años, según cuenta el historiador Herodiano: “llevaba su dios de un templo a otro sobre un carro decorado con oro y piedras preciosas y tirado por seis caballos blancos. Iba el príncipe sentado en la parte delantera, con la espalda vuelta a los corceles y los ornamentos imperiales y las obras de arte del palacio. La guarnición de Roma y el pueblo formaban la escolta con antorchas, esparciendo flores y coronas por el camino”. Lleno de este heterodoxo fervor religioso hizo transportar otros númenes de Asia, Africa, Oriente y Occidente para que compartieran intimidad con el suyo.

Ese parece haber sido todo su interés serio en el cargo. Por lo demás, utilizó el poder omnímodo que le había caído en las manos para deleitarse él mismo y gastar bromas inocentes a su personal y a los magistrados. El lujo derrochado para sus fiestas y caprichos sobrepasó incluso los episodios más grotescos de la tiranía autocrática romana. Se dice que no usaba dos veces la misma ropa o aun las mismas joyas, que no se bañaba en las piscinas de palacio si no estaban aromatizadas con azafrán, que llegó a pagar millones por un frasquito de perfume y que una vez, durante un banquete, asfixió sin querer a un par de invitados bajo una lluvia de pétalos de rosa que caía artificialmente del techo.

Le fascinaban los animales exóticos, sobre todo los traídos de Egipto: hipopótamos, cocodrilos, elefantes, rinocerontes... Tenía leopardos y otros felinos vagando por el palacio. Estaban entrenados, se les limaban los dientes y se les recortaban las uñas, pero igualmente los invitados y funcionarios se llevaban sustos mayúsculos. A veces era él mismo el que conducía los animales atados a su propio carro, en público o a través de los corredores: enormes mastines, a veces leones o tigres para representar a Dionisos en plena orgía. Llegó al colmo unciendo al yugo mujeres desnudas de la más exquisita belleza de a dos, de a tres y de a cuatro para que lo pasearan a él mismo desnudo y enjoyado. Su pasión sensual lo condujo a excesos de todo tipo. Era afeminado en extremo y, entre otras manías, se complacía en ser llamado “la esposa, la amante y la Reina” de su cochero Hierocles, un auriga rubio de Caria. En ocasión de los “ludi florales” Heliogábalo pidió a la compañía que representaba las obras máximo verismo, de modo tal que no sólo debían actuar desnudos sino también practicar el acto sexual en vivo. Contrajo nupcias varias veces y, para enorme escándalo público, desposó incluso a una virgen vestal.

Mientras él se entregaba a este delirio de libertinaje, su abuela presidía el Senado dando un espectáculo inusitado en los anales de Roma, y su madre Soemi había creado una especie de asamblea mujeril paralela que lanzaba decretos sobre la moda y las costumbres. Julia Maesa comprendió el peligro que representaba la actitud de su nieto, y aprovechó un rapto de debilidad de Heliogábalo para que adoptase a su primo Alesiano. Hay que imaginárselo: un adolescente de 17, padre adoptivo de un púber de 14.

Al parecer, ciertos adivinos sirios le vaticinaron que moriría de muerte violenta, de modo que Heliogábalo prácticamente corrió a proveerse de los instrumentos de suicidio más refinados que pudo hacerse fabricar para tratar de ganarle de mano al destino: una espada de oro, cuerdas de seda escarlata, cajitas recamadas de brillantes para la cicuta, zafiros y esmeraldas ahuecados para albergar dosis de costosos venenos, incluso mandó construir una torre con pasamanos dorados e incrustaciones preciosas, así, si debía optar por esa vía rápida de suprimirse, se aseguraría de que nadie más hubiese gastado tanto dinero para arrojarse al vacío.

Por supuesto, todas estas extravagancias no le valieron de nada. Fue degollado por soldados comunes, su cadáver arrastrado por las calles, revolcado en las cloacas y arrojado finalmente al Tíber.

El poder recayó en el jovencísimo primo, que tomaría el nombre de Alejandro Severo, y que, contrariamente a cualquier predicción, resultó ser un gobernante capaz, honrado y austero como pocos, el reverso perfecto de la moneda. Intentó sanear la corte, mejorar la condición de las clases bajas y reponer la solidez de las arcas, pero debió emprender una lucha intempestiva contra los germanos y firmar un tratado de paz desventajoso. Entonces sus soldados, descontentos, lo asesinaron.

Así, los dos primos perecieron de manera similar, lo mismo el disoluto que el virtuoso, como si el espíritu feroz de la Loba Romana se complaciera en burlarse de toda justicia.

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