Una reflexión sobre la locura del nacionalismo // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Me velle civem esse totius mundi, non unius oppidi
Erasmo de Rotterdam (s. XVI)
Nunca me resultó más claro aquello que cantaba V8 de "no dejan pensar, no dejan crecer, no dejan mirar, pero por suerte puedo ver" que en los años tenebrosos de la dictadura, cuando todavía era un pibe.
El conflicto del Beagle me agarró en el secundario y la guerra de Malvinas poco después. Más o menos dos décadas de adoctrinamiento escolar con su imposición de símbolos, himnos, próceres y consignas nacionales no lograron convencerme de algo que mi conciencia contradecía a gritos. Ya en aquel entonces me preguntaba cómo era posible respetar este loco sistema de países "soberanos" que habían nacido no hacía ni doscientos años y consideraba los valores patrióticos más sagrados y valiosos que la vida de los ciudadanos que mandaba a matar o morir en su nombre. Cuando preguntaba qué era lo que constituía un país, los más me respondían perplejos una serie de incoherencias sobre cultura e identidad nacional y de inmediato rubricaban la respuesta con el ceño fruncido y un eslogan del tipo "la patria se lleva en el corazón" o "tenés suerte de haber nacido en la Argentina". Yo sospechaba cada vez con más énfasis que ni la lengua, ni las costumbres, ni la sangre, ni la raza, ni la psicología, ni el territorio, ni la historia, ni un origen común o un destino presentido conforman una nación y que lo que establece la nacionalidad es apenas la coerción ideológica de un Estado que fiscaliza derechos y obligaciones para el individuo que vino al mundo bajo sus leyes. Es decir, un concepto meramente jurídico en principio, y llanamente político en segunda instancia.
O, dicho de otro modo, que las patrias son ficciones diseñadas para manejar y someter a los individuos a un orden artificial, útil a los gobernantes y conveniente a los poderes económicos.
Pero todo esto no se podía discutir en aquellos tiempos de estrechez mental, ni siquiera dentro de los límites de la teoría. A la menor objeción te tachaban de traidor, vendepatria, cipayo, extranjerizante y otras lindezas. El enojo y la violencia nunca estaban lejos. Hasta hoy mismo perduran esas palabras y actitudes, vivas y coleando en nuestra sociedad como alimañas ponzoñosas, y aún esgrimidas por personas que insisten en llamarse a sí mismas civilizadas. O incluso racionales.
Pero resulta entendible, porque el nacionalismo no se basa en argumentos lógicos o hechos probados, sino en prejuicios puramente emocionales. La patria es un sentimiento, como el de un equipo de fútbol. Y como cualquier fanatismo, sólo prospera a través de la exacerbación de la complacencia propia y la negación del otro. Es lo que pasa cuando te enseñan a amar hasta la mierda misma, nada más que por ser tuya, y a despreciar con saña la maravilla ajena aunque no la hayas catado siquiera. Quisieron convencernos, sin escatimar excesos, de que todo extranjero nos envidia, nos malquiere y nos va en zaga buscando disminuirnos o saquearnos para minar nuestra grandeza. La eterna fórmula del chauvinismo es meter la cabeza dentro del caparazón, a la manera de las tortugas, y repetir sin parar la divisa de Los Tres Chiflados en su reino fascista de opereta: "Moronika For Morons".
Con el tiempo comprobé que todo lo "nuestro" era prestado. No hay costumbres propias, sólo costumbres adaptadas de otro lado. Lo mismo vale para el arte, el conocimiento, la tecnología y, ante todo, para el lenguaje. Apenas tenemos derecho al suelo mientras estamos de pie sobre él, antes fue de gente que vino de muy lejos y en el futuro será de otros que ni saben que vivirán aquí. La sangre nace de muchas leches y está destinada a mezclarse con otras sangres. Y su color siempre es rojo; ni blanco, ni negro, ni amarillo, ni cobrizo. Rojo, y nunca se vierte sin dolor. La historia, por su parte, la hacemos todos. A la larga, las historias de los pueblos se parecen, siguen el mismo curso y el devenir humano las junta en un mismo río, con su inmenso y caudaloso proceso. Y mientras el planeta no tenga sucursales, desembocará en el mismo mar.
La verdad es que, sin los demás, no somos nada. Cada hallazgo científico o avance tecnológico que compartimos, cada nueva idea filosófica que discutimos o movimiento artístico que incorporamos, cada conquista social o política que promovemos o propuesta económica novedosa que planteamos, surge en cualquier parte y repercute en todas. De cada paso adelante nos beneficiamos todos y cada error corregido nos favorece en conjunto. La unidad global funciona como las vacunas. Para ciertos males como la ignorancia, la pobreza o la injusticia se intentan remedios que representan una red de protección virtual. Si un miembro de una comunidad no se vacuna, el resto impide la propagación de la enfermedad de todos modos al constituir una especie de ecosistema inmunológico que sirve también como barrera hacia adentro y hacia afuera. Por el contrario, cuando una comunidad en bloque prescinde de las vacunas puede convertirse en un foco de infección. El atraso, la tiranía o el fundamentalismo también contagian; y se multiplican como virus que desarrollan nuevas cepas constantemente. La modernidad implica formar parte de un sistema dinámico y abierto donde nadie quede excluido. Precisamente porque el progreso requiere de la interconexión, y la exclusión es peligrosa para todos.
Con el tiempo, también, hice otras comprobaciones y descubrimientos. El más importante: que nada perjudica tanto los intereses de un país como la propia filosofía nacionalista. Basta con echar un vistazo a la Historia y darse cuenta de que las civilizaciones que más prosperaron fueron aquellas abiertas al mundo, las que hicieron de los ríos y los mares verdaderos puentes entre culturas. Mientras que los pueblos que fomentaron el aislamiento, la agresividad paranoica, el proteccionismo, la imposición de los valores nacionales y la contienda por el predominio internacional, terminaron en desastre. No vamos a agobiarnos con ejemplos acá; sólo a reafirmar que, más en este presente postindustrial y tecnificado que nunca, esas actitudes conducen al suicidio. Por muy claros motivos, y el principal de ellos es que no hay una clase política nacionalista que no sea en esencia corrupta y autoritaria. No puede haberla. Porque al identificar el bien del país con su propia gestión, toda acción perversa se justifica como patriótica y toda oposición a sus intereses es delatada como traición. Gobierno y nación se mimetizan, y el poder del Estado pasa a convertirse en un bien de la casta; a menudo en un bien de familia. Los nacionalismos no entienden de pluralidad: "Ein Volk, ein Reich, ein Führer" ('un pueblo, un imperio, un líder') era el lema de la Alemania nazi; y de paso apuntemos que no se trata de ninguna casualidad que todos los totalitarismos sean nacionalistas.
El precario concepto de la soberanía nacional que une el territorio a la voluntad política de un Estado parece muy viejo, pero no lo es. Dicen los que entienden de Historia que su más antigua referencia son los tratados de la Paz de Westfalia de 1648. Antes el sistema feudal hacía de las tierras y pueblos un patrimonio hereditario de los reyes. A partir de entonces los Estados fueron ganando autonomía, reforzando la demarcación de sus fronteras y disolviendo el absolutismo de las monarquías. Y aunque en principio representaron una fuerza progresista que estimuló el comercio, las ideas y el desarrollo económico, no tardaron en desplegar su influencia inmovilista y reaccionaria hasta convertirse en las máquinas de masacrar individuos que ensangrentaron la primera mitad del siglo XX. En el medioevo era el monstruoso Dios cristiano el que exigía el sacrificio y la sumisión de los hombres a una entidad más alta, pero cuando el predicamento de la salvaje religión decreció, fue la Patria la que reclamó la sangre de los ciudadanos y los inmoló en guerras incontables. La religión prometía recompensa eterna en otra vida a cambio de matar y morir por ella. La Nación también tuvo que prometer inmortalidad y trascendencia para obtener la misma ofrenda macabra, y así el patriota se decía "yo soy pequeño, pero mi país es grande, yo moriré pero él vivirá por siempre". Una y otra son quimeras que apelan a los impulsos irracionales de la masa, le infiltran desde la cuna un sentido artificial de pertenencia y un falso horizonte de ideales que no se corresponden con ninguna realidad concreta y la vuelven estúpida y manipulable. Cada tanto evoco las imágenes atroces de aquella Plaza de Mayo atestada que vitoreaba la maniobra demente de una dictadura genocida en la figura de un milico borracho, y el envío sin opción al frío y a la muerte de los chicos de mi generación, y me asombro de que 30 años después -con festejo de una supuesta democracia y libertad de expresión de por medio- aún se reivindiquen las mismas pretensiones, se insista en desoír otros argumentos, se mantenga un tabú que amordaza el diálogo a menos que se le garanticen de antemano dramáticas concesiones a la posición patriotera.
Durante aquella opaca adolescencia mía, me preguntaba si era el único que sentía o pensaba así. El tiempo también me reveló que no, que -como dice la letra de Barón Rojo (por citar a otros metaleros favoritos que cantan en castellano)- hay muchos que no creen en banderas y prefieren "luchar por la Madre Tierra, por la Humanidad". No se designan a sí mismos como daneses, peruanos, congoleños o australianos. Se hacen llamar internacionalistas, cosmopolitas o con un lema en latín, cives totius mundi, por aquella estupenda declaración de Erasmo: "Quiero ser ciudadano de todo el mundo, no sólo de una aldea". Cada tanto, cuando se presenta la ocasión, me reconozco así.
Y cada día más. Ya que, por suerte, las naciones van camino de desaparecer. Es inexorable. El mundo cambia vertiginosamente y las comunicaciones anulan vallas y secretos. Acaso en veinte, treinta o cincuenta años las fronteras se borrarán casi del todo. El nacionalismo será recordado como una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad, según decía Einstein. Una tara pasajera que se supera al crecer.
Quizás entonces, adonde sea que vayas, no te pedirán pasaporte ni que te vuelvas a tu país. No te pondrán trabas de ninguna especie a la hora de entrar o salir. Tu sitio de nacimiento será apenas una anécdota para compartir, la excusa oportuna para enriquecer la conversación, y no habrá consulados que tengan que responder por tu integridad.
Hermoso será el día en que no importe de dónde vengas sino lo que tengas para ofrecer y lo que haremos juntos.