Este es un antiguo editorial que rescaté de la revista y que en algún momento publiqué en Internet pero ya no está. Tiene que ver con un momento de dolor personal en que mi viejo falleció y los pensamientos que aquel mal trago me suscitó. Lo copio tal como salió en aquel tiempo. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando...
Jorge Manrique. Coplas A La Muerte De Su Padre.
Hoy me van a tener que perdonar. Nunca estoy muy seguro del propósito de estos editoriales, pero al menos siempre soy consciente del destinatario: ustedes, los lectores. En este momento, sin embargo, no podría escribir para nadie más que para mí mismo. Y ni siquiera como un desahogo o un consuelo. Simplemente no tengo lugar para otra cosa en la cabeza... o en el corazón.
Hace un par de semanas falleció mi viejo. Uno se pasa la mitad de la vida tratando de no pensar que eso puede acontecer, y la otra mitad imaginando que cuando venga caerá como un golpe devastador, insoportable por su enormidad. Pero, cuando finalmente llega, no se parece en nada a lo que tanto temiste: te encuentra frío, desarticulado, insensible como aquel cretino que se miraba el muñón y no recordaba si alguna vez había tenido la mano. Y te agarra así, desprevenido, en un instante cualquiera de tu cotidiana abstracción, y sin que te des cuenta comienza a instilarte el dolor gota por gota como uno de esos reptiles que te inmovilizan con la mirada.
Creo que sucedió durante mi primer rato a solas, mucho después de que se cerró la tapa, los amigos se dispersaron y los trámites fueron cumplidos. Se me dio por pensar -en un arranque de impotencia, seguramente- que el tipo no me había dejado nada, y tuve el impulso de ir a buscar una foto por la mera aprensión de que hasta las facciones se me empezaban a desdibujar. Pero al momento siguiente me di cuenta de que no me cabía encima todo lo que me quedaba de él. Recordé cómo de chico aguardaba despierto el ruido de la llave en la cerradura cuando volvía de trabajar, su figura encorvada en el jardín removiendo la tierra, el olor de las salchichas en la panchera del bar y la primera vez que el abuelo y el nieto se vieron a los ojos. Y me sentí culpable por no haberme permitido ni una lágrima hasta entonces. Le di un repaso a sus gestos, a sus dichos, a sus miradas. No omití ni el humo azul del cigarrillo en las sobremesas ni el áspero gorgoteo del mate mañanero. Evoqué su sonrisa; la de un hombre que hablaba poco y se regalaba contadas alegrías, pero que cuando reía iluminaba el mundo. Dejé voluntariamente de lado esa porción más sutil y solemne del legado -el ejemplo de toda su vida, la confianza y la libertad que me brindó, el trato considerado con la gente, su dedicación al trabajo, la preocupación por su familia- porque, a pesar de ser toda la verdad, me traía a la boca ese mal sabor a retórica de obituario. Me sorprendí pensando que durante años él fue para mí la puerta hacia un pasado que yo conocía sin haberlo vivido realmente, la ventana abierta a un paisaje brumoso de campo y sacrificio, de cocina a leña y Guerra Civil; y me lo hice niño pescando truchas y torrando castañas, adolescente indómito bajo los cerezos y las luces de las verbenas, y luego joven cruzando el Atlántico en pos de un sueño. Y de golpe entendí que tuve más roce con la historia de este siglo a través de las conversaciones en la mesa que por contacto con los libros. También de repente me lamenté por no haberlo acompañado más veces frente al televisor para ver el boxeo que tanto le gustaba, por no haber nacido con la vocación indicada para darle una mano en lo suyo, y por no saber cómo franquear esa distancia absurda que imponía el respeto y decirle alguna vez cuánto lo quería. Las deudas con los padres se pagan a los hijos, pensé, y por un momento el universo volvió a tener lógica para mí.
Quise aprovechar y rescatar de aquel torbellino de ideas una imagen que lo representara. Me vino a la memoria un paseo por Parque Lezama. Yo andaría por los cuatro o cinco años. No recuerdo globos o golosinas; sólo sé que iba de la mano de mi papá, y para mí era como ir de la mano de un gigante. Aquella sensación de plenitud no podría olvidarla jamás. Yo tenía la certeza de que si en ese instante sobrevenía un terremoto y un abismo se abriese a nuestros pies, así de sus entrañas emergieran las fauces rojas y hambrientas del más horrendo dragón de los últimos infiernos, no habría sentido miedo. Porque él estaba ahí y no me habría soltado. Y eso era más que suficiente.
Empecé avisando que no tenía nada para decirles a ustedes, pero sí, hay algo: no se coman la película del conflicto generacional, disfruten a sus padres todo lo que puedan. A los viejos hay que juzgarlos por sus intenciones antes que por sus aciertos y, en definitiva, juzgarlos lo menos posible. Ellos son nuestros referentes obligados, el tronco y las raíces de nuestra herencia, y representan bastante más que el muro de contención de nuestra rebeldía. No importa que no te entiendan o que no te tomen en serio (al fin y al cabo, ¿no será ya tiempo de que hagas valer tu personalidad?), lo que cuenta es que estén ahí. Y es mejor avivarse temprano que tarde.
Acaso les toque alguna vez sacar idéntica conclusión que yo este otro día. No hay edad para quedar huérfano. Uno puede sentirse huérfano a cualquier edad. El vacío es siempre el mismo.
Cerrar los ojos, darle para adelante, luchar por los que vienen detrás.
En el Nº 68 el mundo sigue andando.
César Fuentes Rodríguez