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La Era de Los Indignados

28 de Junio de 2011 // Mundanal Ruido #3

La Era de Los Indignados

Y fue así cómo un día despertamos… // publicado por: César Fuentes Rodríguez

Pero despertar es apenas darse cuenta de que la pesadilla está viva y nos tiene rodeados. Representa sólo un primer paso: abrir los ojos. En el instante inicial no cambia nada, y sin embargo, a la corta o a la larga, significa casi todo.

40 muchachos acampados en una plaza de Madrid prendieron la mecha. Hubo quienes proclamaron en el desierto durante años, demostraron, descubrieron, advirtieron, pero el mensaje no llegó. Los programas de chismes, el fútbol, la lucha cotidiana por cerrar las cuentas y la inercia de vivir en una sociedad autoindulgente y pagada de sí misma ahogaron las voces de los profetas. Ahora nos quedamos sin excusas. Sentimos la vergüenza infinita de no haber reconocido a tiempo las señales, cuando todas estaban ahí, tan claras, tan concluyentes… Algunos ni siquiera sospechábamos la verdad. Otros estábamos al tanto, habíamos leído o aprendido todo lo que se podía contar al respecto, pero creíamos que cambiar era imposible, que estábamos solos, aislados, atrapados en nuestra individualidad sagrada e inútil. No teníamos nombre, ni conocíamos nuestra fuerza. Vagábamos como peones alienados en un tablero inverosímil, sin comprender quién hacía por nosotros los movimientos.

Hoy, por fin, sabemos lo que somos: ¡Indignados!

Y junto con la vergüenza, recuperamos el orgullo. Nos toca salir del caparazón y tomar las calles, de una vez por todas. O seguir viviendo así, como peones, como números, como esclavos. Para los políticos, banqueros, sindicalistas, grandes empresarios, burócratas, tecnócratas y demás vampiros agazapados en el poder no representamos más que ganado en espera del matarife. Un tipo de ganado muy particular, ya que nos mantenemos en pie mientras el cuchillo de los carniceros nos rebana una lonja aquí y otra allá, y cada uno se sirve a gusto y calcula hasta dónde puede calar con cada corte sin que el dolor nos vuelva locos de desesperación y nos revolvamos encabritados hacia todas partes montando un espectáculo atroz. Porque está claro que no les importa drenarnos en vida, mientras la sangre no les salpique.

Nos dijeron que, muerto el comunismo, el capitalismo era la única opción. Tanto nos martillearon con el derrumbe de la Unión Soviética y aquello de llamar "Mundo Libre" al Occidente, que de pronto nos pareció todavía más natural una economía basada en la moneda, el poder absoluto de los mercados y la competencia salvaje por acumular más y al mejor precio. Pero era una trampa sin salida. El capitalismo resultó ser el menos humano de los sistemas económicos, porque la gente ya no se ocupa más de sus sueños sino del capital. Tanto tienes, tanto vales. Y el punto es que el ciudadano común cada vez vale menos. Ya no trabaja para vivir, sino que vive para trabajar, y eso sólo cuando encuentra trabajo. Ni soñar con que sea digno o le permita realizarse, a eso le llaman utopía, ingenuidad o "cosas de adolescentes". El trabajo volvió a su etimología de tripalium, aquel instrumento de tortura que los esclavos hacían girar como una noria, siempre sin moverse del lugar y sin sentido. Los sindicatos que antes lo nucleaban con el pretexto de defender sus intereses, ahora sólo le representan una carga más y lo asocian a un proceder de mafia y corrupción. Para colmo, ya nadie se abre paso trabajando, lejos quedaron las ilusiones de comprarse la casa propia o progresar con el sudor de la frente, como querían nuestros viejos.

Tiempo atrás irrumpieron en el mundo los llamados neoliberales. Estos iluminados juraban y perjuraban que la única forma de mantener a todos satisfechos era dejar que los mercados se regulasen por sí mismos, que a las empresas se les levantase todo tipo de restricción y que los ciudadanos viviesen a crédito gozando por anticipado de lo que aún no habían producido. Pero si los lobos quedan a cargo de los corderos, no hay que extrañarse cuando llega la matanza. A quienes se endeudaron con una hipoteca o una tarjeta de crédito, les remataron los bienes. Los precios siguieron multiplicándose por dos, por tres y por cuatro mientras los sueldos se paralizaban dramáticamente, hasta que llegar a fin de mes se convirtió en una odisea. Y un día los bancos decidieron embolsarse el dinero de los ahorristas, mientras los funcionarios públicos sancionaban el robo a cara descubierta. La crisis, la crisis… siempre es culpa de la crisis. La sociedad quedó dividida. Por un lado los integrados, que todavía podían consumir y mantenían la ilusión de la dignidad achicándose el cinturón, y por el otro los marginados del bienestar y las ventajas del sistema, sin acceso a vivienda, educación o un seguro decente de salud. Aunque hoy la línea se corre cada vez más y más hacia la zona de los incluidos, desbarrancando a los que hasta hacía poco creían hacer pie. Gracias al capitalismo, y a la filosofía neoliberal, la ola de trabajadores explotados, universitarios sin empleo, jóvenes descastados, emigrantes e inmigrantes que buscan destino y jubilados al borde de la indigencia no ha parado de crecer. Y no ha de parar, a menos que digamos basta.

Si el capitalismo es una máquina de fabricar pobres, las filosofías neoliberales constituyen el aceite y la nafta que alimentan y aceleran sus engranajes.

También nos dijeron que la democracia era, políticamente hablando, el sistema más perfecto que existía. Que era el gobierno del pueblo. Que con ella todas las libertades estaban garantizadas. Que incluso con la democracia "se come, se cura y se educa". Hasta hubo un señor, un tal Fukuyama, que afirmó que la Historia había terminado, puesto que las democracias modernas encarnaban la plasmación ideal de los valores cívicos y no podía inventarse nada mejor. Nos advirtieron, encima, que en una democracia el pueblo no gobierna sino a través de sus representantes. ¿Qué clase de democracia será esa, entonces? Puesto que, antes de cada elección, los políticos nos muestran su mejor cara, desempeñan su farsa con sonrisas y buenos trajes, se rebajan, se ofrecen como putas en celo, y no hay indignidad a la que no se presten por un minuto más de exposición en la tele, mientras por detrás van cerrando sus tratos con magnates y corporaciones, sin escrúpulos y al mejor postor. Y una vez que tienen el voto, no tardan en traicionar todo lo que prometieron, salvo los acuerdos privados, los que el pueblo nunca ve. Votar no es elegir, es abdicar, ceder la voluntad a otro para que la pervierta, desentenderse de la verdadera responsabilidad civil. A través de la democracia moderna, los poderosos cambian de administradores y le hacen creer a la gente que tuvo algo que ver en ello.

Pero la democracia no es el final. No puede serlo. Está agotada, no sirve, no funciona ya, es sólo una pantomima, burda y trágica como un sainete fallido. Quienes vivimos épocas horripilantes de dictadura y opresión, aprendimos a deberle un respeto excesivo porque venía a reemplazar un estado de cosas inaceptable. Duramente entendimos que la democracia moderna no era lo que pensábamos; apenas se trata del perrito faldero del capitalismo, que la mayoría de las veces no permite más que elegir entre dos partidos: el malo y el peor.

Con este esquema por delante, nadie puede soñar siquiera en meterse en política. Primero hay que atarse al partido, luego pelear las internas, sobrevivir a sus mareas de corrupción y amiguismo, enlistarse detrás del líder, tejer alianzas, resignar ideales. La política se ha ido alejando del hombre común no sólo por la complejidad creciente de un mundo cada vez más poblado, sino por la propia voluntad de la política de alejar de sí al hombre común, de relativizarlo, de subestimarlo, de ningunearlo. Nos han querido vender la imagen del político de carrera como funcionario especializado en gobernar, y a pesar del fracaso permanente de esta visión, no podemos terminar de sacudírnosla de encima. ¿Qué pasa si un día se elige a un hombre para gobernar que no esté adscrito a ningún partido? ¿Qué pasa si toda una cámara de senadores o diputados se integra con gente sin filiación partidaria de ningún tipo? Más aún, ¿qué pasa si elegimos legisladores por sorteo entre la ciudadanía llana? ¿Alguien cree acaso que la enorme mayoría de los que nos "representan" hacen un mejor trabajo que el que podría hacer cualquier hombre con educación dentro de la vasta sociedad? Todos estos interrogantes, y tantos otros, deberían hallar satisfacción en una democracia si realmente pensamos que su propósito es la libertad. Pero no hay tal cosa. No se estudia otra posibilidad más que la que el sistema ha consagrado. Eso no es libertad. La libertad se precia de imaginación. La imaginación reclama constantemente su derecho a experimentar. La realidad no puede estar sujeta a fórmulas inamovibles. Y un sistema que no es dinámico, libre o imaginativo, no puede garantizar el derecho de sus ciudadanos.

Cambiar no es fácil. Desde el cementerio de ideas que constituyen el capitalismo y la democracia liberal se ha acusado a los manifestantes de carecer de propuestas o incluso de no saber lo que quieren. ¡Qué mentira tan grosera!. No puede ser más claro el mensaje. Que la crisis la paguen quienes tienen que pagarla, los mismos que la inventaron. Que se acaben los privilegios de la clase política. Que se controle la actividad de los bancos para que no sigan expoliando a los ciudadanos. Y esto es sólo el principio y a corto plazo. Como bien desafiaba una pintada callejera: "Lo imposible sólo tarda un poco más". Y viene en camino como un camión de cemento armado.

Nos han asegurado que no somos capaces de organizarnos entre nosotros, por poco no nos han tratado de imbéciles. Pero las acampadas de Madrid, Barcelona, París y otras ciudades del ancho mundo han hecho un magnífico trabajo no sólo reuniéndose en asamblea espontánea sino también manteniendo alejados a los buitres de partidos y sindicatos. Las plazas se transformaron de la noche a la mañana en ágoras de discusión. La red llevó el mensaje por el mundo y desparramó la infección. Cuando llegó la hora de la verdad y la policía vino a decir con todas las letras que su misión no es defender al ciudadano sino los intereses de los poderosos, los acampados de Sol, Plaza Catalunya o La Bastilla resistieron, mostraron las manos vacías y le enseñaron al mundo el camino a seguir. Porque la fuerza de una causa no la revela quien pega, sino quien está dispuesto a recibir un palo en su nombre.

Queda mucho por hacer, una enormidad apenas concebible para el individuo. Habrá lucha, días amargos, también sangre. El poder no se va a dejar despojar fácilmente de lo que nos arrebató, se aferrará a sus privilegios con uñas y dientes. Mentirá, ocultará, jugará con sus cartas marcadas y sus trucos más infames, disfrazará su miedo de arrogancia, pero ya no podrá negar el precedente.

Dijo Henry David Thoreau, el padre de la desobediencia civil, allá por mediados del siglo XIX: "No importa cuán pequeño pueda parecer el comienzo: lo que se hace bien, bien hecho queda para siempre".

Y el comienzo ha sido grande, ha sido intenso, ha sido hermoso.

La revolución está viva. El futuro late en nuestras manos. La esperanza sigue en marcha.

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