La columna de opinión de César Fuentes Rodríguez // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Tengo una relación de amor y odio con el fútbol. Por un lado están las figuritas, los picados, las tardes de sol en el baldío, el folklore de los cuadros y las hinchadas, la radio pegada al oído, mi viejo, el piberío, los colores, el recuerdo de todo aquello que pertenece al lejano y mítico Reino de la Infancia, con las alineaciones de los equipos y la ilusión del campeonato incluidas.
Pero por otro, a veces el corazón te hace sentir como un estúpido, y eso pasa normalmente cuando uno se pone a pensar.
Parece difícil mantenerse ingenuo frente a la maquinaria omnipresente del fútbol, pero así es más o menos como todo el mundo lo vive. A lo sumo, en momentos escogidos, se percata de lo mucho que tiene de negocio sucio, de alienación colectiva, de patoterismo vulgar, y al instante siguiente vuelve a sumergirse en el pantano de las rivalidades, los entusiasmos y las polémicas estériles.
En una sociedad como la nuestra, no se puede escapar. A quien no participa de la fiebre del fútbol se lo considera poco menos que un paria, se lo mira con extrañeza y hasta con recelo, se lo aparta e incluso se le ponen motes. Algunos se atreven a excusar esta actitud sentenciando que el fútbol es parte de nuestra identidad nacional, como si eso significase que siempre lo ha sido o no pudiese dejar de serlo. Parecen olvidar que hubo entretenimientos típicos en el Río De La Plata que desaparecieron sin dejar rastro, como la riña de gallos o la pelota vasca, o que el propio fútbol vino de Inglaterra y lo jugaban aquí al principio las clases acomodadas y no el populacho, o que hasta 1930 no constituía aún un deporte mayoritario. En los sesentas cundió la alarma al bajar la asistencia del público a los estadios, pero llegó la televisión y ahí "fue cuando el fútbol se lo comió todo", como dijo valientemente León Gieco. Ahora simplemente seguimos el compás de la locura globalizada y el raro día en que no hay partido nos abrazamos las rodillas en una esquina como el que no puede dejar una adicción.
Me pregunto hasta dónde es lícito disculparnos en nombre de la sacrosanta pelota. No sólo preferimos soslayar el recuerdo de que la dictadura organizó un Mundial para tapar sus atrocidades (y lo logró más que exitosamente), sino que hemos llegado a celebrar sin pudor nuestras deslealtades como triunfos, incluyendo los seis tantos inverosímiles contra Perú en el '78 y el gol de Maradona con la mano a los ingleses. El fútbol es capaz de cegar. Todavía evoco con ironía aquel 27 de Diciembre de 2001 en que me negué a festejar el título de Rácing Campeón que esperé treinta años cuando el país estaba en llamas y nos estaban robando el futuro en plena cara. Llámenme amargo; es mejor que pasar por imbécil… otra vez.
¡Si nada quedó a salvo del sueño! La venta de un crack genera más ganancias que la recaudación de un año entero en las canchas, con lo que el hincha de a pie hace tiempo que fue relegado a una mera estadística. ¿Y qué le queda? ¿Los colores? Ni siquiera eso: hasta las camisetas fueron profanadas con publicidades y los jugadores se han convertido apenas en carteles ambulantes y promotores privilegiados de marcas de ropa deportiva. Peor aún, estos se venden de un cuadro a otro sin ningún prurito, al mejor postor y en medio de una danza obscena de millones. Los clubes se han relacionado desde siempre con la mafia política y, mientras por un lado condenan la impunidad de las barras bravas, por el otro las patrocinan con dádivas y privilegios y se valen de ellas como brazo armado para ejecutar sus chanchullos.
Si la violencia no hace al negocio, forma cuando menos parte del fenómeno. La propia estructura del espectáculo parece concebida para agitar las pasiones más bajas y los odios menos defendibles. Ir a la cancha implica fundirse automáticamente con un bando que no sólo promueve la agresión gratuita y el desprecio por el adversario sino también participar de un ritual propicio para remover las peores lacras ocultas de la sociedad: racismo, autoritarismo, superstición, nacionalismo, homofobia, masificación, sexismo, espíritu gregario, antagonismo de clase, xenofobia, resentimiento, prepotencia, discriminación… Junto con la religión y el patriotismo, la afición deportiva representa una de esas burbujas mentales en que se ha llegado a ver con buenos ojos al fanático.
Hay mucho más. Se podrían escribir libros al respecto, y por suerte algunos lo han hecho. Lo importante es no perder la lucidez. Cuando todo parece pensado para impedirte pensar y se juega de mañana, tarde y noche siete días a la semana, en directo, diferido y con cuatro repeticiones en cable, cuando te bombardean con los eslogans del tipo "viví fútbol, tomá fútbol, soñá fútbol... volvete un zombi", cuando ya hay diarios sólo de fútbol y gente que no lee otra cosa, cuando el único tema en la mesa es el Libro de Pases y los únicos ídolos que salen de una sociedad son ídolos por patear una pelota, cuando la integridad de un país, sus intereses e incluso sus aspiraciones pasan por el resultado de un torneo… ha llegado el momento de replantearse algunas cosas. Salvar a un pueblo empieza por salvarse uno mismo.
Y no se trata de olvidar el baldío, ni el amor por el cuadro, ni las figuritas que coleccionábamos de pibes. Sino más bien de no perder el espíritu crítico. De mantener una actitud que nos distinga dentro de la "masa anestesiada".
De no perder de vista que el partido más importante que se juega todos los días es el de nuestra conciencia, aquello por lo cual nos declaramos (cada vez con mayor dificultad) individuos.