He aquí por primera vez en versión digital el cuento que da título a la selección que conforma el libro "La Hinchada Caballerosa", editado por la Editorial MuerdeMuertos en 2015. Que lo disfruten. // publicado por: Cesar Fuentes Rodriguez
LA HINCHADA CABALLEROSA
por César Fuentes Rodríguez
El problema fue ése, ¡sí señor!: que al Tano no lo entendió nadie. El Tano no era un tipo cualquiera, no estaba cortado con la misma tijera que los demás. Tenía pasta de líder, pero al final hasta eso le jugó en contra.
Ahora es fácil hablar. Cualquier chichipío se le va a mandar la parte con que vio venir la cosa desde mucho antes. Pero yo estuve ahí, lo viví de cerca, y nada que ver. Cuando murió el Nono, por ejemplo, nadie abrió la boca, todo estaba atado y bien atado. Claro que fue una conmoción, ¡imagínese!, decirle adiós de golpe a más de treinta años de llevar la Guardia Imperial con mano de hierro. ¡Si al velorio no faltó nadie!, ni los de la comisión ni los veteranos del plantel, aunque pasaran a las corridas, los hijos de puta, para hacer acto de presencia, dejándose ver lo indispensable, como si se tratara de un familiar deforme que tenían escondido en el sótano. ¡Bien que cuando estaba vivo lo venían a buscar! En el entierro ni se les vio el pelo. pero estaba lleno: la barra, los familiares, la gente del barrio... los que valían la pena. Cubrieron el ataúd con la gloriosa albiceleste antes de bajarlo a la fosa; ¡al pedo!, porque ya el cajón estaba todo pintarrajeado de celeste y blanco, atiborrado de calcomanías y escudos de La Academia; hasta la lápida pintaron, como para que ningún visitante se fuera de la Chacarita sin enterarse de que ahí quedaba un racinguista de alma.
Pero se sabía de sobra que no iba a haber conflictos por la sucesión. Cuando ya estaba en las últimas de la cirrosis, llamó al lecho de enfermo a uno, a uno solo. El Nono no confiaba en nadie más, no le delegaba los asuntos delicados a otro que no fuera el Tano Nicolaides. Era un capo a la antigua, que no transaba con los colores ni se bancaba a los revirados. Siempre decía "La hinchada de Rácing es una hinchada familiar, vos podés venir a la cancha con tu mujer y tus chicos y nunca te va a pasar nada". Detestaba a los faloperos, por ejemplo. Cuando pescó al Nene Gandía esnifando pegamento (y eso que era el hijo de uno de sus más cercanos) le embutió un pomo por cada agujero de la nariz, y se los tuvieron que sacar de urgencia en el Pirovano con cirugía. Fajar a un boludo por encargo, sí; hacer bulto en la patota peronista, vaya y pase; pero ¿droga dentro del tablón?, ¿con El Nono? ¡Ni por putas!
Se entiende que el único con el carácter moral para hacerse cargo en toda la barra era El Tano; ni siquiera precisaba la bendición patriarcal, se había ganado su lugar a pulso y, por si hacía falta, con la presencia nomás ya se imponía. Les cargó a los elefantes del club la factura por ciento y pico de metros de tela negra para el listón sobre la cabecera aquel primer domingo sin el caudillo, como para prevenir que algún bocón, de los que nunca faltan, corriera la bola de que la jefatura había caído en manos de un trepador o un desagradecido. Y con eso ya quedó claro quién mandaba.
Pero tenía un estilo diferente, completamente distinto, cómo le diría, menos expresivo. Uno lo veía al Nono, con su eterno diario enrollado en un puño, como un director con su batuta, y lo escuchaba gritar, desencajarse por cada pifiada del líneman, vociferar cada cantito, reprender a puteada limpia a los sacados, estaba en todo. Y después uno lo relojeaba al Tano, clavado en el medio de la tribuna, corpulento, con los brazos cruzados y esas espaldas cuadradas de él, el pelo rubio cortado a lo cepillo y la expresión del rostro inmutable, que sólo movía los ojos, y en realidad los que hacían todo eran Cachito y el Lobo nada más interpretarle los gestos. A su manera el Tano era un tirano manipulador, perdone que se lo diga. Pero en aquel primer partido con Ferro a nadie le importaba nada. Con un 2 a O arriba todo el mundo está contento. Lo miraban con reverencia, como si fuese una curiosidad, y hasta el entretiempo no pasó nada. Se había tratado inútilmente de hacer el minuto de silencio antes del partido, aunque el club no iba tomar parte, claro, y la cosa quedó en la escaramuza. Pero entonces, mientras todo el mundo estaba sentado o buscándose el choripán, el Tano se puso de pie solito, manoteó del bolsillo de atrás un rollo de diario, como el del Nono, y se quedó un rato con la mirada perdida. Los de la barra no sabíamos qué hacer, no sabíamos siquiera si pararnos o mantener el culo pegado al cemento. El Tano le arrancó la gorra de la cabeza a Cachito y se la puso en la mano para que la aguantara; sacó la navaja del llavero y empezó a cortar el diario en rodajas, picándolo a pedacitos y tirándolos adentro, hasta que no quedó nada. En ese momento nos dimos cuenta de que toda la tribuna estaba de pie, en silencio, y el silencio se iba propagando por todo el estadio como un escalofrío, ¿me entiende? No sé si la gente cazaba algo o intuía, me figuro que no. Pero nosotros sí: el Tano estaba llorando; llorando como lloran los hombres, a lo callado, dos lágrimas duras, el rostro contraído, nada más. Los jugadores salieron a la cancha y los recibió una platea muda. Entonces el Tano hizo volar la gorra, los papelitos llovieron sobre el tablón y estalló el aplauso. Fue el minuto de silencio más emotivo que vi en mi vida, el mejor homenaje que le hicieron a un capo, únicamente los boludos de la televisión se lo perdieron, porque siempre están en otra cosa.
Pero me estoy desviando. Nada más quería ilustrarle lo personaje que era el Tano, ese magnetismo, el carisma.
Ya le digo, al principio no había nada raro. La semana siguiente en Rosario, el Corsa y los pendejos se afanaron una bandera. Los de Central son amigos, así que con hacérsela llegar anónimamente alcanzaba. Pero el Tano lo agarró al Corsa por el cuello y lo mandó a pedir disculpas y a devolverla personalmente. Pasaron varias fechas gloriosas, cuatro victorias y un empate, ningún clásico. Todo era paz y alegría. Para el partido con Vélez yo compuse aquello de
Y siga siga siga el baile
Al compás del tamboril,
Que te va a quedar el culo
Como un cacho de cuadril,
y me dio bronca, porque el Tano no me lo dejó estrenar. La excusa me pareció insólita, la verdad. Me dijo que al padre de Vieytes, el arquero del Fortín, acababan de cortarle un metro de intestino grueso, y lo iba a tomar como una burla, una canallada. Yo no tenía eso en mente cuando hice el cantito, por supuesto, pero ¿qué le iba a contestar?... Si tengo que serle honesto, no sentí la primera señal de alarma hasta lo de Atlanta. Usted se acordará. Para nosotros era un partido de mierda, pero ellos se jugaban el descenso. Necesitaban un empate por lo menos, pero al terminar el primer tiempo ya les habíamos embocado tres pepinos. Era un paseo, y de pura joda, para liberar un poco las energías, la tribuna empezó con los sones marciales de Y ya se van, se van para la B, ¡se van para la B, se van para la B!. Tradicional, nada nuevo, nada loco. ¡Viera usted la cara de orto del Tano!, parecía que le hubiesen violado a la vieja... "¿Qué te pasa, Tano?", le preguntaba Cachito, "¿te sentís mal?". Pero el otro una tumba. Después en el bar, como quien no quiere la cosa, como quien da cátedra, lo escuché decir aquello de que qué fácil es hacer leña del árbol caído y meterse con el débil, que para eso no hace falta aguante, mariconadas de cobardes y bosteros, que si habremos compartido sábados de infortunio con All Boys, y Huracán, y otros tan dignos que cayeron en desgracia y siempre nos respetaron, porque malo es el orgullo sin la grandeza, y cosas así que nos quedábamos con la boca abierta. Pero pensamos que tenía dos vinos de más, o que el asunto era con Atlanta, porque un primo suyo había jugado en la reserva.
Luego vino el partido con San Lorenzo. ¿Sabe?... yo creo que el resultado es importante. Si en vez de estar perdiendo 1 a 0 hubiésemos tenido un empate en la bolsa, lo de aquella tarde habría pasado desapercibido. Mattioli se tiró, eso lo vimos todos, el defensor ni lo tocó, pero antes de que llegara al piso ya estábamos todos gritando "¡Penal! ¡Penal", como pasa siempre. Pero yo lo escuché al Tano, lo oí clarito, como lo oigo a usted, decirle al Lobo "Que se callen, que no fue nada". Seguro que el Lobo tampoco se lo podía creer, pero como es una bestia que no razona, empezó a los trallazos contra el pavimento con la cadena de la bicicleta, esa que lleva siempre embutida en la manguera de goma y a gritar "¡Muzza, putos! El silencio es salú", y ¡cualquiera se le anima al Lobo en ese estado! En el campo se había armado la pelotera y todos andaban detrás del referí hasta que sacó un par de amarillas, porque había pitado el penal, sí, al final lo dio, y claro, los cuervos chiflaban que daba gusto; en la platea de socios había locura y expectativa pero como la cabecera estaba casi muda era como un rumor desinflado, no había cantitos, no había nada. Mattioli ya estaba acomodando la pelota. Ahí vino la hecatombe, porque el Tano fue muy preciso: "Éste no se grita". El Lobo empezó a recorrer las gradas cadena en mano como un bicho enjaulado alentando... Bueno, no, lo contrario de alentar: "¿Me oyeron, putos?..." (para el Lobo siempre somos putos) "¿Oyeron? ¡El que grita el gol va al hospital!". Daba miedo. Además del delirio, porque ¡cómo no íbamos a gritar un gol de Rácing!, era contradecir los instintos, desafiar a la Madre Naturaleza... Mattioli la clavó en un ángulo, ¡qué le voy a contar! La platea lo gritó, la bandeja y las tribunas de los civiles también, pero la Imperial mantuvo la disciplina. Obvio, no faltó el boludo al que se le escapó y hubo gresca con el Lobo; uno se fue con la cabeza sangrando y a otro hubo que sacarlo en brazos, por suerte nada grave.
Al final perdimos 2 a 1, pero la cosa no terminó ahí. El Tano insistió en que fuéramos a hacer bulto a la salida, lo encaró en persona a Mattioli, improvisaron un acuerdo con los de seguridad y se lo llevó aparte. Cuando el pibe se metió en el micro iba blanco como una sábana, tranquilo, profesional, pero pálido a lo cadáver. Que yo sepa, nunca más hizo teatro en toda la temporada.
Igual, nada hacía prever una desgracia como la del partido con Gimnasia. Usted se imagina, salir en los diarios no es buen negocio para ninguna hinchada, pero cuando uno cuenta aquello..., las causas, los motivos, digo, parece un boleto, un cuento de Navidad para los pibes. El Tano no era de mucho hablar pero, si te la tenía que cantar, era Pavarotti en pinta, y aquella semana estuvo dale que te pego con la vez que los de Gimnasia nos dieron una mano en el Bosquecito con los pincharratas, y que había que tratarlos como la barra amiga que eran, los lazos de la hospitalidad y el honor, ¡a joderse con el honor del culo!, yo creo que antes del Tano esa palabra ni la teníamos en el repertorio, y mire que yo los juno al Patrón y a Ortega y a los otros gorilas de Gimnasia y le aseguro que son unos soretes mal cagados, hablando mal y pronto, pero El Tano, ya ve, como si fueran los embajadores de la República de La Plata. Entonces me dice "Pueta, ¿no sería lindo si recibiéramos a esta gente con un cantito alusivo? Componéte algo...", mire qué ingenuidad, y yo a regañadientes armé aquello de
En las buenas y en las malas,
en la joda o la malaria
les hacemos el aguante
a los amigos de Gimnasia
¡Si hasta la rima me salió así, asonante, de pura bronca! Tuvimos que hacer tres intentos por lo menos, para que anduviera bien, porque los muchachos no se lo creían. Y los cosos esos, mudos del espanto, ¡claro!, si debían pensar que éramos todos maricones, con cantitos de bienvenida, las frutillitas de Sara Kay y la mar en coche... ¡Qué vergüenza! Fue todo por esa historia, y por el 2 a 0, iban embalados de fiesta a la salida y empezaron con la gastada a lo grande. En el terrenito que está cerca de las vías se pusieron espesos y lo quisieron fajar al René. Mire que meterse con el René, que tiene la pierna ortopédica... Pero una cosa le digo, usted no lo conoce al Tano en una gresca. Nunca una agachada, nunca un paso atrás, y aquel día volaron los muñecos por el aire como si los hubieran metido en una licuadora, el Ortega ese barrió el piso de la explanada con toda la cara y al Patrón tuvieron que subirlo de prepo a los vagones del Roca para que el Lobo no se lo comiera crudo. Treinta heridos, cinco de gravedad, todos de los suyos, no fue joda, ¡a ver si se pensaban que nos iban a tocar el culo!...
Sí, no hay mal que por bien no venga. Quedó el asunto del respeto, de que con la Imperial había que sacarse el sombrero, dentro y fuera de la cancha. Pero a mí que no me jodieran, ¡se lo dije al Tano!: "Mirá, Tano, no hay lazos de hospitalidad ni niño envuelto, a la primera de cambio, si te la tienen que dar te la van a dar, y va a ser por atrás". ¡Y no era yo solo! El Cachito, amigo de toda la vida, casi un hermano de teta, le decía todo el tiempo que se cuidara, que la hinchada no comía vidrio y no lo iba a entender. ¿Sabe cuándo se lo dijo?, ¿sabe cuándo?... ¡El día antes del partido con Boca! Lo encontramos en el bar al Tano chamuyando a solas con el Lobo. Enseguida calamos que algo andaba mal, y resultó que era por el cantito ese, ese que dice
Son la mitad más uno,
son de Bolivia y Paraguay;
yo siempre me pregunto
-che, negro sucio- si te bañás.
Boca, ¡qué asco te tengo!:
lavate el culo con aguarrás...
¡Porque era seguro, seguro que se lo cantábamos a los bosteros!, como se lo cantan los domingos en todas las canchas del país. ¡Y al Tano no le gustaba! Lo estaba discurseando al Lobo para que lo parara en seco si alguien lo empezaba, igual que con el penal de Mattioli, y le batía el rollo de la discriminación, de los prejuicios raciales, de nuestros hermanos latinoamericanos que vinieron a esta tierra de promisión, ¡qué sé yo cuántas boludeces!... ¡Al Lobo! ¿Lo juna usted al Lobo?, un energúmeno que no piensa, que se anota todas las miserias de la ignorancia: odia a los judíos, a los homosexuales, a los hippies... Una vez le clavó una botella rota en el ojo a un otario porque lo llamó villero. ¡Y el Tano le estaba soltando la Constitución Nacional con Preámbulo y todo! El Lobo lo miraba en blanco, con esos ojos muertos de tiburón que pone él, lo mismo que si le hablaran de trigonometría o del sexo de los ángeles, no entendía nada, pero si el Tano lo decía, el Tano debía tener razón, y si el Tano le mandaba tirarse al Riachuelo y atragantarse con el agua podrida, el Lobo iba y se tiraba, y yo le aseguro que al rato el nivel del Riachuelo bajaba. Un asunto de lealtad perruna, ¿vio?
Pero los demás creo que no lo entendieron, capaz que alucinaron una película de traición o de renuncio ante Boca... Cachito se lo dijo al Tano, se lo llevó aparte luego y se lo dijo, pero el Tano casi lo trompea por insinuárselo, ¡justo a él, que de chiquito el padre lo llevó a jurar ante la Virgen de Luján asco eterno a los bosteros!... Cosas del fútbol, ¿vio? Por lo menos al otro día no hubo quilombo. Con ese empate de mierda, también... ¡qué iba a haber! Les cantamos el "Sos botón" y el "Nos mandaste a la yuta" y el "Bostero vigilante" -todo arte menor, si le vale mi opinión profesional, todo mal gusto-, aunque nada de negros sucios, ni de bolivianos ni paraguayos. Algunos nos sacamos sangre mordiéndonos los labios a la hora de contestar porque, usted vio cómo son los bosteros: cero imaginación y te la dejan servida en bandeja, pero al final nos la comimos con papas y a caballo. Y el Tano gritó, ¡claro que gritó!, aunque igual estaba como distante, pensativo, y yo me di cuenta de que seleccionaba los cantitos. ¿No me entiende?... Quiero decir que -no sé, por ahí fue una impresión mía- pero era como si siguiera algún programa, unos los cantaba, otros los dejaba pasar. Cumplía en los institucionales: "Somos la Guardia Imperial", "Rácing mi buen amigo", "Vamos vamos la Academia" y por supuesto el sacrosanto
Y ya lo ve, y ya lo ve
¡es el equipo de José!
Los demás le resbalaban.
Entonces llegó el partidazo. Mandiyú, una mierda de equipo... ¡quién iba a adivinar! No se jugaban nada, venían a mitad de tabla dando lástima y tenían matungos que no los querían ni en las ligas regionales, pan comido. Eso sí, ponían huevo y de visitantes se soltaban un poco de la presión de Corrientes, que -usted sabe- a veces hace más daño que ayuda. A los veinte minutos íbamos dos a cero y la vida tenía color de labios de mujer. Claro, los nuestros se durmieron, y eso no puede ser. Es como cuando a uno se le caen los párpados manejando, apenas un segundo y, ¡zas!, ¡penal! Estabas tranquilo y ya no estás. Un contragolpe, una patinada de un zaguero y, ¡pum!, el empate, otra vez a buscar el partido. Llegó el gol de Coria, un lujo, y nos fuimos al descanso con la alegría, pero el segundo tiempo fue una pesadilla desde el silbatazo. Los trolos esos nos madrugaron y Ambrosio, el 9, que era lo único que tenían, cuando lo palpitó adelantado al "Hucha" Rodríguez se la embocó casi desde el mediocampo. Los correntinos eran apenas una manchita verde en la platea alta, pero se agrandaron, los guachos, no paraban de alentar, y aunque fuera en los silencios, destacaban. Estuvimos así, un gol nuestro y a los dos minutos caía el empate, uno nuestro, uno de ellos, uno nuestro, uno de ellos... pero el que no lo vio no lo cree. Racing presionaba en toda la cancha con profesionalidad, con toque, metía goles de cátedra como aquella chilena del "Ruso" Skidelski, y los de Mandiyú salían del área en malón como indios descalzos, corriéndolas todas, mordiendo, se comían caños, taquitos, hasta bicicletas, pero insistían, recuperaban la marca, dejaban los bofes. ¡Y sin faltas! Unos duques, hay que admitir. El arquerito ese, Cariotto (que por el despliegue de aquel día se lo llevaron al Corinthians), no le miento, tapó veinte goles hechos. Con el quinto en la bolsa y para no arriesgar, el técnico plantó el equipo atrás, pensando que los mocos estos iban a rebotar como moscas contra los vidrios, pero estaban endemoniados, yo no sé qué les habrán prometido, faltaban diez minutos y no paraban de empujar, se colaban por las rendijas, buscaban combinaciones imposibles. Ahí fue cuando la defensa de Racing empezó a pegar. No me gustó, a nadie le gusta, pero era lo que había que hacer. Lo relojeé al Tano; tenía los puños y los dientes apretados, le juro, era un bloque sólido de indignación. A uno de ellos lo colgamos y otro ya estaba afuera de un planchazo anterior y, claro, hacía rato que se les habían acabado los cambios, pero con nueve se nos vinieron encima, ni el arquero se quedó en el área de ellos. Y fue así, uno de esos goles chotos, divididos, cuando la pelota entra picando a saltitos luego de cuarenta rebotes y sin que se sepa quién fue el último que la tocó, los jugadores hechos una montonera como en el rugby y el tiempo de descuento casi agotado. 5 a 5. Usted bien sabe.
Debe ser terrible levantar los brazos a la tribuna y que te chiflen, por eso el equipo se metió en el túnel enseguida, no fue cosa nuestra, todo el estadio los silbaba. Pero los pibes de Mandiyú no se iban porque estaban muertos, el árbitro pegó el silbatazo y cayeron desmayados de cansancio en el lugar donde estaban, no los podían sacar ni con camillas. Hasta los correntinos de la bandeja se habían callado, imagínese, por miedo a la biaba de la salida; iban a tener que meterse las banderitas en los calzones para poder rajar vivos del estadio. Nosotros ya estábamos como para encarar los accesos, pero el Tano seguía en el tablón, firme como uno de esos próceres que cagan bronce en el cruce de las avenidas, y no sacaba los ojos del campo. Nada, que empezó a aplaudir; él solito. "Tano, vamos", le decía el Cachito, y lo tironeaba del brazo; yo también me animé y le dije, pero el Tano ni bola, aplaudía mudo y sin pausa, como si oyese un mandato divino. No nos contestaba y no había forma de moverlo, así que no nos quedó remedio. Fuera cosa de lealtad, o de disciplina, o como le llamen, también nosotros empezamos a aplaudir. A aplaudir fuerte y sostenido, ¿eh?... La gente que vaciaba las graderías se frenó para ver qué pasaba. No sé qué más contarle... de pronto estaba todo el estadio aplaudiendo, y el Tano, que se le debió desatar el nudo que tenía en la garganta, se puso a gritar "¡Man-di-yú, ¡Man-di-yú!". Yo también grité. Vi caras feas en la barra, pero ¡qué mierda!, para mí era lo mismo que gritar "¡Pin-da-poy! ¡Pin-da-poy!". No me costaba nada. Distinto hubiera sido con un equipo grande, ¿pero con esos chitrulos que no existían?... ¡bah!
Trajo cola, no le voy a decir que no trajo cola... El mal sabor de boca que había entre los íntimos no tenía nombre. Se escuchaban cosas muy jodidas entre bambalinas, eso de que la hinchada aliente a otro equipo en cancha nuestra, ¿qué capo hace una cosa semejante? A la mañana siguiente en el bar de Lucho había dudas, medias palabras, miradas torcidas; yo pensé que iba a pasar algo. El Tano, sin embargo, como si nada; o mejor dicho, eufórico -eufórico para lo que es él, se entiende-. Tenía el diario abierto en la sección de deportes donde ponía HEROICO EMPATE DE MANDIYÚ COMO VISITANTE en el encabezado. Pero en cuanto pescaba a algún candidato, le señalaba el recuadro aquel a pie de página que decía Gesto Ejemplar de la Hinchada de Racing (sí, ¡ése, el que firmaba usted!, no sabe la ilusión que le hizo al Tano...) y le recitaba orgulloso a quien quisiera oírlo que otros serían Los Borrachos del Tablón, los Faloperos, Los Putos de la Doce o lo que fuesen, pero que a nosotros nos llamaban La Guardia Imperial, nada menos, porque éramos una barra justa y generosa y al título teníamos que hacerle honor (¡y dale con el honor!). No le voy a negar que fue lindo irse a Rosario la otra semana y que los leprosos nos recibieran con una ovación, ¡algo nunca visto!; metimos la bandera y desde la cabecera de Newell's venían palmas mezcladas con los silbidos, o por lo menos eso es lo que interpretó el Tano, y yo creo que nos convenció; ahora mismo no estoy tan seguro de que haya sido una ovación de verdad. Pasó tanta agua bajo el puente...
¡Para qué le voy a contar! Fue una campaña de locos. Cada día una nueva. Si íbamos afuera saludábamos a la hinchada contraria, si venían a casa les dedicábamos cantitos de bienvenida, con Chacarita empezó lo de aplaudir no solamente a los jugadores nuestros, sino también a los contrarios cuando salían del túnel. Hasta los pendejos que se colgaban de las barandas y estaban relocos miraban primero para el lado de la capitanía antes de mandarse alguna. En Córdoba, al Tano se le ocurrió que era injusto no vitorear al réferi después de un buen arbitraje. Usted sabe que a los réferis la barra los putea siempre y lo mejor que sacan es pasar desapercibidos cuando no se mandan cagadas grandes, pero con Talleres fue un partido bravo y Juan Cambón estuvo perfecto, mostró dos amarillas de entrada, impuso autoridad y luego el trámite fue una seda. Hubo un grupito que empezó con lo de "Tucumano botón, tucumano botón..." (porque Cambón es tucumano), y enseguida apareció el Lobo mandado a hacerlos callar. Tuve que improvisar y, ¡le juro!, nadie se lo creía cuando arrancamos:
Tucumano Cambón,
tucumano Cambón:
hoy te portaste joya
y te cantamos esta canción.
Nunca, ¡en la vida!, vi a un árbitro saludar al tablón. No se sabía si reía o lloraba ese hombre, a menos que maliciara alguna cargada. La cosa es que los pendejos bufaban, y en el mar de fondo se escuchaban cosas tipo "¿Y la prósima cuál va a sé?, ¿la Oda al Líneman?".
Para mí fue una temporada buena, porque tenía trabajo. Para un viejo siempre es satisfacción que le den calce. Me sentía como mi papá y mi abuelo, que no daban abasto preparando cantitos nuevos, tenían a toda la barra riéndose y ¿sabe qué?... no me parecía mal eso de recuperar un poco la inocencia, bajar un cambio con las puteadas, recuperar el respeto... Pero estaba visto y sentenciado que no iba a durar.
Se acercaba el superclásico y el gallinero estaba revolucionado. Un duelo con los amargos no es joda. El último de la era del Nono había sido memorable: ¡tres pepinos se comieron! Y después nos quisieron correr y hubo rosca, ¡claro que hubo rosca! Para éste íbamos a tener a la yuta encima, los diarios una semana antes ya hablaban de "ingreso restringido" y "fuerte operativo policial", que ya se sabe lo que significa. Pero para la barra había cuestiones más importantes, cosas que no salen en los diarios, asuntos que no se ven ni se tocan. Mire, le mentiría si le digo que yo estaba al tanto: si había gente tirándole a los pajaritos la verdad es que yo no veía ni la escopeta. Aunque me daba cuenta de las miradas. Cuando el Tano dijo en el bar de Lucho aquello de "nuestros primos de Independiente", debí figurarme que algo malo iba a pasar. Las caras, ¡las caras hablaban sin mover los labios! El Tano no lo dijo a propósito, ¡eso fue lo peor!, lo metió en la conversación como un dicho incorporado, como una cosa normal que dice un tilingo cualquiera, sin picardía, sin doble sentido, sin segundas intenciones.
¡Las pavadas que pensarían algunos!... ¿Qué?, ¿íbamos a decorar la cancha de rojo y recibir a los amargos con bombos y platillos? ¿Y entonces? ¿Les mandábamos tarjetas de "Bienvenido a mi fiestita" y encargábamos canapés y sánguches de miga? ¿Qué más? ¿Mezclábamos las hinchadas y gritábamos todos los goles sin distinguir locales de visitantes? ¿Si ganábamos nos bajoneábamos y si perdíamos los acompañábamos a dar la vuelta abrazados de la alegría? ¿Íbamos a abuchear a los nuestros y a alentar a los Diablos chotos? Usted sabe lo boluda que es la gente.
El viernes que le digo era el último entrenamiento de Rácing antes del partido. No valía la pena ni llamarlo concentración, porque Zavaleta, el técnico, traía esas ideas nuevas de Europa de las relaciones públicas y de poner todas las cartas a la vista, así que la cancha la abrían para la prensa, para los directivos que iban a buscar la foto y el autógrafo con sus pibes, para esos moscardones que les dicen "promotores" y no se entiende qué carajo son, y gente así. Entonces, no le iban a hacer un feo a la Guardia Imperial, ¿no? El arreglo era que nos dejaban pasar, pero con filtro. Algunos se fueron para allá desde temprano, otros nos reunimos en el bar de Lucho para ir todos juntos, pero el Tano no aparecía, no aparecía, y varios se impacientaron y se fueron. Al final, ya no había tiempo y nos estábamos pirando. Entonces, en el último momento, llegó. Se ve que tuvo una pelotera con Marta, su concubina, porque soñó cosas raras de muertos y la cancha que se hundía y no lo quería dejar ir. Las minas están todas del tomate. Aunque la verdad es que era un viernes de mierda, encapotado como si fuese a llover, y hacía un calor de horno que casi no dejaba respirar. Cuando pasamos por la diagonal vimos algo rarísimo: había un charco de agua negra y alrededor como cien palomas hundiendo los picos, y no se volaban a pesar del tráfico, que a esa hora era un infierno. Debían estar muertas de sed. Cortó el semáforo y el Tano se mandó. En cuanto puso el pie en el asfalto salieron espantadas, así, de golpe, y yo vi que con el revuelo formaban una especie de figura, ¿vio?, ¡Dios me libre!, como una calavera, con los agujeros de los ojos y todo. Y me di cuenta de que los demás también lo vieron por las caras, todos menos el Tano, que ya iba por la mitad de la calle y se cagaba de risa.
Ya en la cancha nos fuimos directo a la zona de los molinetes y era verdad, estaba lleno de canas y de los cosos esos de seguridad. Al Tano lo cachearon primero y pasó enseguida, pero cuando me tocó a mí, un morocho me paró en seco y mandó "¡documentos!". Pensé que me estaba jodiendo. Le dije: "¿te parece que no tengo edad para entrar al cine? ¿qué? ¿hoy dan El Último Tango en París?". No le hizo ninguna gracia, y tuve que ponerme a rebuscar en los bolsillos. Mientras tanto, al Lobo lo habían junado y ya tenía un par de uniformados encima por lo de la cadena y por una manopla que le encontraron en el bolsillo de atrás; cosa de nada, un amuleto. A los otros también les pidieron documentos, pero René las pasó putas porque se avivaron de que la pierna ortopédica era hueca y querían que se las mostrara por dentro; ni que de Fellini, vea...
A mí el negro no me largaba, estudiaba mi DNI como si fuera el examen para el Buenos Aires y anotaba en un registro con un detalle que parecía una prueba de caligrafía. El Tano se nos alejaba, se metía en el anillo de los tablones. Puse la vista finita y lo reconocí al Chala y a otros que lo habían venido a buscar, le palmeaban la espalda y se lo llevaban para adentro. Tuve un mal presentimiento. Ya estaba por cuerpearlo y pasarlo por encima al negro puto de seguridad, pero entonces se armó quilombo ahí nomás al costado. Lo estaban sujetando al Lobo entre cuatro y el guacho tironeaba de lo lindo, soltaba piñas, patadas, tarascones, y ya no quedaba duda, ¡se pudría todo! Pero yo tenía la cabeza en otra cosa. Aproveché la confusión y me mandé sin hacerle caso a nadie.
Subí la rampa con el corazón en la boca. Estaba seguro de que algo andaba mal, y apenas salí al aire libre, lo confirmé.
Ahí lo vi al Tano, lo tenían acorralado entre veinte mientras trataba de hacerse fuerte cubriendo la espalda contra el alambrado. Le tiraban zarpazos, pero era como que no se animaban, por miedo o por respeto. Como si dijesen "¡Te vamo a cagar a trompadas!", y él, tranqui, "Bueno, dale, ¡vení!". Estaban todos, mis cumpas, la crema de la Imperial, pero parecían otros, como extraños, como de otra hinchada. Me arrimé con la esperanza de poner un poco de cordura con mis canas, ¡boludo de mí si pensaba que iban a darle bola a un viejo! En cuanto me presintieron, se dio vuelta el Chala y me gritó "¡Rajá, Pueta, no te metás!", y de un empujón me mandó al suelo. A mi edad uno no está para proezas. Miré para atrás, por si venían los demás... el Lobo, René, los fieles. Pero no había nadie.
Entretanto el Tano había dejado un racimo de ojos en compota y a uno, creo que al Ratacruel, le hizo mayonesa los huevos de una patada, porque estaba retorciéndose en el piso. Se defendía como un toro; los jugadores miraban desde el pasto como si hubiesen pagado entrada y la seguridad del estadio ya estaría apercibida, se lo imagina, ¿no? Entonces, como no acababan de tirársele encima, empezaron a escupirlo. Tal cual. ¡Trolos de mierda!... Voló un salivazo y se le prendió en la manga, después otro en el pecho, y otro... ¡qué le voy a contar!, patético era lo menos. Y el Tano sin un gesto, la guardia en alto, listo para cortar cabezas, únicamente los ojos se le movían como fiera al acecho.
En eso, uno medio que se abrió paso y se adelantó para encararlo. Tampoco se animó, apenas lo miró de arriba abajo y le soltó una de esas escupidas de nena que salpican más de lo que aciertan. Pero se ve que al Tano le dolió en el alma, como si valiera por un lanzazo. Se le descompuso la cara y fue como si se desinflara. "¿Vos también, Cacho?", le dijo. Porque era el Cachito, su hermano de teta, su compinche.
Y entonces no tuvo nada que hacer. Se entregó. Agarró el borde de la camisa y se tapó la cabeza, como si hubiese metido un gol y quisiera hacer el avioncito. Dejó que lo gargajearan a gusto. Por debajo llevaba la inmortal, pegada a la piel, ¡con el calor que hacía! Pero ni la celeste y blanca respetaron esos cobardes. Le soltaron una lluvia de todos lados, y cuando ya lo tenían empapado en saliva, no se ahorraron ni las puteadas. Al principio el Tano ni se movía, parecía una estatua apoyada contra el alambrado y metida bajo una sábana, pero en un momento dado se incorporó y los putos estos recularon como si les hubieran metido una descarga. Empezó a caminar. Le insistían puteando y tratando de acomodarle algún gargajo más por si le quedaba un lugar seco, que era imposible, pero él siguió andando con la cabeza cubierta; se escuchaba hasta la respiración pesada bajo la tela, mire. Rumbeó para la salida, se metió en el acceso y no lo vimos más. Ni en la cancha, ni en el bar, ni por el barrio siquiera.
Me la encontré un día a la suegra; tipo confidencia me contó que se mudó con la Marta a Cañada de Gómez; pero la verdad, no le creí. Yo mismo no voy mucho a la cancha ahora, ni paro en el bar. No sé, ya no es lo que era. Capaz que yo tampoco soy lo que era.
Pero usted quería una historia...
Copyright © 2015 César Fuentes Rodríguez