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Jardines Hidropónicos

4 de Mayo de 2018 // Literatura - cuento

Jardines Hidropónicos

El presente es un cuento que apareció en mi libro "La Hinchada Caballerosa" editado por la Editorial MuerdeMuertos en 2015 y que pongo por primera vez en versión digital al alcance de todos los internautas. Se inscribe fácilmente en el género de la ciencia ficción y más precisamente en el rubro de las utopías. Ojalá que lo disfruten. // publicado por: César Fuentes Rodríguez

JARDINES HIDROPÓNICOS

por César Fuentes Rodríguez 

 

La mañana era la hora favorita del día para Aníbal Pou, que se levantaba sin prisas apenas el efecto de los perfumes somníferos era despejado por los extractores. Segundos después, el domo entero se iluminaba uniformemente con una luz suave y vigorosa que invitaba a encarar con optimismo cualquier actividad pendiente.

En el baño, Aníbal se plantaba ante el espejo temporizador, que programaba invariablemente con doce horas de retraso, y se contemplaba reflejado sin lagañas ni brumas matutinas, bostezando con el entusiasmo nocturno aún intacto. Cuando se mirase nuevamente por la noche, estaría en mejores condiciones de asimilar su imagen desaliñada y lánguida de las 9 de la mañana.

Se trasladaba entonces al huerto interno y cosechaba algunos frutos maduros palpándolos tiernamente con la mano como si se tratasen de mórbidas formas femeninas, mientras se regodeaba en el rumor ambiente de los fluidos salinos. La visión de los rojos, amarillos, castaños y azulinos de las brevas engarzadas en el verde selvático de la plantación artificial lo llenaba de una alegría tranquila y paciente pero aún muy vívida. Eligió tres dióspiros anaranjados, una cucurbitácea pequeña y una poma virescente, que él gustaba de llamar "manzana verde", según la vieja usanza de los agricultores que labraban la tierra, y los depositó en una canastita. Luego marchó a la cocina a prepararse el desayuno.

El café ya estaba esperándolo al pie de la máquina, aromático y humeante, y mientras cortaba a mano las frutas, sus ojos dibujaron órdenes en el panel inteligente. No tenía los nervios preparados para cháchara informativa, de modo que seleccionó música en el menú de favoritos, algo muy antiguo: Gal Costa, Maria Bethania, Elza Soares... un compilado de cantantes brasileñas que envolvieron el ambiente con sus timbres bien temperados sobre las notas inquietas y amigables de la bossa nova. Aníbal preparaba su propio desayuno según una costumbre que algunos amigos tachaban de excéntrica, pero quién era nadie para juzgar sus manías. Tenía la idea de que ese gesto lo conectaba con la naturaleza a otro nivel. Aun en ese momento, cuando el cuchillo rasgaba la piel de tomate de los dióspiros y su pulpa con olor a damasco se derramaba como almíbar en el cuenco, y se sentía más evocador y cercano al joven que alguna vez fue, presentía en el paladar un sabor a fiesta que ninguna mala reflexión podía arruinar.

El volumen de la música descendió de golpe aunque siguiendo una curva estudiada, y una voz neutra, como de azafata, anunció: -Visitante pide permiso de arribo. Tiempo estimado: veinte minutos. El señor Pou alzó la vista hacia el panel y leyó las coordenadas:

 

Ciudadana Ada Marancio

categoría: administrativa

procedencia: Ministerio de Bienestar y Medio Ambiente

asunto: reservado

conocimiento previo: ninguno

carácter: urgente, requiere atención personal

 

Aníbal se secó las manos y se acercó a la pared. Apenas la sombra de su mano se insinuó sobre la superficie, un tablero virtual apareció y se deslizó hacia sus dedos. Oprimió una corta secuencia de botones y el visor confirmó: "Autorizado. Dársena 2".

Se sentó a degustar el café y la ensalada de frutas, junto con unas galletitas de avena, mientras seleccionaba vestuario con los ojos en el panel. Algo sencillo, de entrecasa, pero no exento de coquetería. Observó su figura mientras la vestía y desvestía a su antojo buscando una combinación aceptable. Si un espectador cualquiera proveniente del siglo XXI tuviese oportunidad de irrumpir en la escena y contemplar lo mismo que él, arriesgaría que el hombre no pasaba de los cincuenta años. Y sin embargo, se aproximaba a los ochenta. Parecía increíble lo que la medicina moderna había logrado en poco más de una centuria para prolongar y mejorar la calidad de vida de la gente.

El señor Pou acabó la colación algo apresurado, y marchó a cambiarse y afeitarse. Ya había terminado cuando la voz de azafata le indicó que el módulo de transporte hacía su ingreso. Recorrió la extensa pasarela hacia el monorriel justo cuando el vehículo se detenía. La portezuela se abrió hacia arriba y del compartimiento emergió una esbelta señora enfundada en la entallada malla azul de los funcionarios de grado.

Ada Marancio era alta y hermosa, una de esas mujeres que a primer golpe de vista nunca parecen estar en la misma liga de uno. Mientras caminaba a su encuentro, Aníbal se arrepintió de no haber afinado un poco más su indumentaria, la camisa de seda cruda y los pantalones de cáñamo que había elegido le resultaron un poco demasiado "campesinos" para la ocasión. Lo saludaba con la mano en alto y una sonrisa que irradiaba una frescura imposible de disimular.

Con afectada caballerosidad, Aníbal la invitó a la casa, pero ella declinó la invitación arguyendo que tenía otros encargos que cumplir, y que de todas formas el asunto que la traía hasta ahí era en realidad muy breve.

- Me permitirá al menos ofrecerle un jugo de fruta. Es artesanal. Cosechado y preparado en el momento, nada de  esos horribles antioxidantes coloidales que llenan la bebida de grumos. De la naturaleza a la mesa, es mi lema.

La oficial se sonrió con obligada cortesía y al fin aceptó. Por la pasarela ya venía rodando el robot con la bandeja. El señor Pou seguía comentando las bondades de su invernadero en un intento por mantener la conversación. Levantó la campana de vidrio sintético y dejó al descubierto seis jarras refrigeradas con líquidos de diversos colores.

- Tengo para ofrecerle fragaria, actinidia, pyrus, manguífera, pasiflora o mi propia receta multifruta con catorce variedades climatéricas.

- La fragaria está bien para mí, gracias -respondió ella. Sólo una vez que la dama tuvo su vaso de jugo de frutilla en la mano y le dio un buen trago, el señor Pou se animó a preguntarle a qué se debía su grata e inesperada visita.

La funcionaria metió la mano en la cartera que colgaba de su hombro y le entregó una carta sellada. El sobre de papel de cáñamo no tenía señas. No figuraba remitente, ni siquiera el nombre del destinatario, aunque en uno de los extremos centelleaba a la luz el logo hologramado del Ministerio.

Aníbal se quedó mirándolo mientras lo manipulaba y al alzar la vista nuevamente se encontró con la sonrisa cálida y enfática de Ada Marancio. Un tanto demasiado enfática le resultó, de hecho.

Ella le tendió la tablilla transparente y la pluma digital para que firmara el recibo e imprimiera la huella del pulgar. Luego, como si toda formalidad estuviese cumplida, agradeció la atención, le recordó que ante cualquier duda no vacilara en contactar al Ministerio y se despidió con un apretón de manos sin abandonar la encantadora distensión de los labios.

El señor Pou permaneció en la dársena aun cuando el módulo ya había desaparecido de su alcance visual. Sólo al cesar del todo el zumbido del monorriel, dio media vuelta y marchó hacia el domo con la carta en la mano y el robot-bandeja rezagándose detrás de él.

Durante un rato dio vueltas sin saber qué hacer. Pasó por el taller y revisó los planos en los que había estado trabajando la noche anterior, aunque no pudo agregar una sola línea. La afición de Pou era la horticultura, pero se desempeñaba como ingeniero de hardware. Con los años le fue perdiendo algo del gusto a su oficio y, desde la partida de su última mujer, había reducido los proyectos a lo mínimo indispensable. Contestó algunos mensajes electrónicos y estuvo a punto de retomar el ensamble de una vieja computadora analógica que estaba preparando para donar al Museo Regional, pero desistió.

Al volver a la cocina, el sobre se hallaba aún sobre la mesa, cerrado, tal como lo había dejado. Se dijo a sí mismo que era una pena encontrarse bañado y afeitado y no salir a ninguna parte. De modo que, tras un nuevo cambio de vestuario, decidió ir a la Casa De Placer de Ciudad Orquídea.

En principio tuvo el impulso de tomar el coche y manejar por la ruta. Le pareció que había pasado un siglo desde la última vez que manejó. Al fin y al cabo, apenas eran 500 kilómetros y si se aburría de conducir podía apelar al piloto automático pendular, pero se sintió agobiado de sólo pensarlo, así que se dirigió al monorriel. A último momento, manoteó la carta y la deslizó en un bolsillo del saco verdemar.

Ya dentro del módulo, mientras éste hacía su primera parada para integrarse al tren ad hoc, se repantigó en el mullido asiento y alejó la tentación de distraerse con música o la alienación del videorama. Extrajo el sobre del bolsillo y lo hizo girar en sus manos. Nada de efímeros mensajes electrónicos ni comunicaciones por visor automático: auténtico papel de cáñamo entregado en mano, a la antigua usanza. El tratamiento reservado a un despacho realmente importante. Alguna vez los hombres emplearon habitualmente esa forma de correo para enviar palabras, no sólo paquetes.

Los paisajes se licuaban a través de las ventanas en el vértigo supersónico del trayecto. El Señor Pou había rehusado también el blindaje visual, conformándose con una suave polarización para evitar la incidencia de la luz y algún eventual mareo. Al llegar a la segunda estación, más módulos se incorporaron al tren como arvejas a una vaina. En la tercera y la cuarta algunos se desacoplaron mientras se adosaban los nuevos. Aníbal calculó con alguna precisión que los tiempos necesarios para detenerse y arrancar en las estaciones eran casi tan largos como los empleados en el recorrido neto del itinerario. Y el viaje de apenas unos 25 minutos, en total.

Como ejercicio gratuito de pensamiento, trató de imaginar quiénes serían sus anónimos compañeros de viaje y qué asuntos los llevaban de un lado a otro, pero lo que de veras discurría era dónde estaría en ese momento Ada Marancio, en qué lugar de la red magnética se encontraría su módulo, qué tan cerca o lejos del suyo.

La desaceleración le confirmó que había llegado a su destino en la quinta estación. El tren se hallaba compuesto para entonces de una veintena de módulos. Aníbal pudo haber continuado por la cremallera del monorriel hasta su destino real, pero prefirió bajar con el grueso de los pasajeros cuando las puertas se abrieron al unísono. La gente emergía impávida, como él mismo, alisándose los trajes y sonriendo civilizadamente.

Mientras bajaba por el boulevard hacia la Plaza del Diamante y el sol inundaba el mediodía de colores, se congratuló de su decisión de estirar las piernas. Le vinieron a la mente sus tiempos de estudiante, cuando la ciudad era un embrión sin forma luchando contra los remanentes del pasado, los atroces edificios de hormigón y acero, cuadrados, decadentes, insalubres, inútiles para habitar lo mismo que para reciclar, que iban cayendo uno a uno bajo la maza mecánica. En su lugar aparecían de un mes para el siguiente construcciones que se elevaban como hongos y se abrían como flores entre los parques numerosos. Sus cúpulas limpias y pulidas, o tapizadas de células fotovoltaicas, se distribuían en una delicia de urbanización conforme a un planeamiento flexible y pintoresco que hacía irreconocibles los recuerdos pero llenaba de contento el corazón. Ciertamente extrañaba los cafés del barrio céntrico de La Facultad, y descubrir que ya no existía el bar donde conoció a su primera mujer lo puso triste, pero se propuso luchar contra la nostalgia.

Bajando la calle, descubrió una librería de viejo que apenas había cambiado, con sus bateas precarias a disposición del transeúnte ocasional. Revolvió entre los ejemplares con cierto abandono, dispuesto a levantar el primer título que le llamase la atención. Los libros eran objetos singulares. Se fabricaban desde hacía un par de décadas con un plástico ecológico obtenido de la papa, el almidón solano, más resistente y fácil de imprimir que cualquier papel. Dentro del local, uno podía elegir el texto que prefiriese y armarse su propia edición a gusto con la ayuda de una pantalla. En la calle había algunos de esos, pero también viejas tiradas en papel permanente, cáñamo y hasta los amarillentos derivados de la celulosa, en vías de extinción, cuyos bordes marrones se deshacían como chamuscados por el tiempo. Aníbal tomó uno de estos en sus manos, grasiento pero extraordinariamente bien preservado, nada menos que "Brave New World", de Aldous Huxley, en su torpe traducción castellana de "Un Mundo Feliz". Evocó el título de una remota conferencia a la que asistió en sus días de Facultad. Se vio por un momento a sí mismo en los bancos semicirculares del anfiteatro universitario, barbado y ansioso de estímulo intelectual mientras su orgullo académico trataba de encontrar fisuras en el discurso de un orador extraordinario que preguntaba retóricamente al auditorio si la novela del genial polígrafo inglés podía considerarse una distopía o una utopía. Se recordó levantando la mano, interrumpiendo con la desfachatez que sólo confiere la juventud: "No importa lo que opine el señor Huxley, ni siquiera su intención cuando la escribió, el juicio de valor depende del lector de la obra y de la época particular en que éste se ubique, de los sueños, aspiraciones y frustraciones del individuo y de la sociedad en que vive". El aplauso de sus compañeros y la sonrisa del orador, le confirmaron la agudeza de la proposición. Tuvo su minuto de héroe estudiantil, la satisfacción de la vanidad que cura las heridas, reales o imaginarias, de la existencia. Sin pensarlo más, arrimó el código holográfico del libro al lector láser, lo deslizó en un bolsillo y continuó bajando la calle hacia la plaza con paso descuidado.

El Diamante brillaba en todo su esplendor y los cafés que rodeaban el enorme perímetro de piedra y mármol bullían con gente que disfrutaba el día, charlaba y reía como en un picnic sin campo.

Tomó asiento junto a una mesa externa y aspiró el oxígeno vital como si tuviese cuatro pulmones. El joven camarero se acercó solícito. Aníbal detectó el gafete verde de los voluntarios que trabajaban cuatro horas al día en labores comunitarias. Él mismo lo había hecho durante varios años en el área de mantenimiento de parques y jardines. Pidió un jerez sin molestarse en consultar si figuraba en el menú y se recostó en el espaldar. Antes de lo que pensaba, ya estaba hojeando el libro.

"Muchas de las taras futuristas que imaginó el viejo Aldous parecerían hoy bendiciones disfrazadas" -pensó el señor Pou, queriendo sonar profundo para sí mismo en el análisis luego de tantos años. Pero la verdad es que no podía concentrarse. Nada más posar sus ojos sobre el nombre de la protagonista femenina de la novela, le hizo evocar a Ada Marancio. Las palabras del odioso Henry Foster mientras se cerraba los pantalones parecían dirigidas a él: "¿Lenina Crowne? Ah, es una chica espléndida. Maravillosamente neumática. Me sorprende que no la hayas poseído..."

Un leve griterío le hizo levantar la vista. Avanzaba en su dirección, bordeando las mesas, un sujeto de extraña traza. El señor Pou se descubrió, al igual que los demás comensales, observándolo con curiosidad. No era para menos. Su apariencia tenía tanto de caduco como de artificial. El peluquín renegrido contrastaba con la barba desteñida y el rostro amenazado por las arrugas y las operaciones estéticas, pero lo más llamativo era su caminar torpe y robótico, de codos alzados, como si fuese un soldado arrastrándose sobre trincheras invisibles. Buena parte del efecto lo provocaba un rodrigón ortopédico que llevaba adosado a la columna vertebral. La prótesis lo hacía ver como si careciese de cintura, y aunque le mantenía erguida la espalda no podía evitar el encorvamiento del cuello. Para colmo de males, se desplazaba algo lentamente sobre los talones y las rodillas rígidas.

- ¡Qué miran, idiotas! ¿Nunca vieron a un viejo? -les espetaba a los parroquianos a medio pasmar- ¡Claro que no! Viven en su burbuja de pedos y los han convencido de que la vida es gratis... ¡Pues yo estoy aquí para arruinarles la fiesta!

El ánimo de los circunstantes era compasivo, pero algunos silbidos se escucharon desde las mesas de atrás. El sujeto se volteó con un gesto que pretendió resultar amenazante. Aníbal alcanzó a ver entonces la cruz en el pecho. Sólo se trataba de uno de esos pobres alucinados religiosos que vivían molestando al prójimo y proclamando la intolerancia de sus viejas consignas. Increíblemente, todavía quedaban algunos.

- ¡Que no interfiera el hombre con lo que pertenece a Dios! -aulló el esperpento.

Los silbidos recrudecieron y luego se fundieron en un murmullo de risas amables. Era claro que nadie lo tomaba en serio. De momento, el chiflado desistió, pero antes de iniciar nuevamente su marcha enclenque, reparó en Aníbal y su lectura.

- Diga, buen hombre -lo interpeló casi con ternura- ¿qué palabras valiosas puede contener para usted ese libro si no es la palabra de Dios?

El señor Pou pensó en ignorarlo, pero en cambio bajó los ojos y procedió a leer unos versos al azar destacados en itálica:

 

- Y vivir así

En el sudor hediondo de un lecho impuro,

Guisado en la corrupción, mimándose y haciendo el amor

Dentro de esa pocilga inmunda...

 

El maniático se quedó contemplándolo con los párpados aguzados y el mentón vacilante. Numerosas citas de Shakespeare aparecían en la novela de Huxley, pero al excéntrico personaje seguramente menos le importaba la procedencia que la intención. Acaso no podía decidir si el párrafo simpatizaba con su divino mensaje o entrañaba una burla más. Tragó saliva y se alejó, impotente de estupor y revancha.

Luego de un rato, el señor Pou bebió la última gota de jerez y también se marchó, dejando adrede el libro sobre la mesa. El dorado sello holográfico le garantizaba que encontraría su camino de vuelta a la batea de donde lo había tomado.

La Casa del Placer estaba ubicada en el casco antiguo de Ciudad Orquídea, anterior a la gran reforma urbana. Todavía quedaban en pie el Palacio Municipal, el primitivo adoquinado y un ábside de la modesta catedral, preservados como de interés histórico, pero muchas otras casas y edificios viejos se conservaban para mantener el aspecto pintoresco del barrio. Fiel al protocolo aprendido con los años, el cliente empujó la puerta en cuanto el portero eléctrico la habilitó y aguardó sentado en una de las poltronas del coqueto zaguán la presencia de la dueña. Miss Tamara lo recibió con la familiaridad y el afecto de una vieja amiga, porque al fin y al cabo, eran un poco eso. El Señor Pou la visitaba desde hacía ya casi dos décadas, aunque sólo en los últimos años le dedicaba su exclusividad. Y es que Miss Tamara era única a la hora de sugerir, lo mismo que de encarnar, las más originales fantasías. Conocía exquisitas drogas recreativas, sabía controlar y combinar sus efectos, y estaba al tanto de todas las contraindicaciones. En el zaguán brillaban en símil mármol neón las famosas siglas de las casas de hetairía, S.S.A.C., que correspondían a los principios universales de las proveedoras y proveedores de placer: Sano - Seguro - Adulto - Consensuado, y eran norma imperativa en las relaciones privadas desde el siglo pasado.

Se pusieron al día con la charla y rieron recordando las hermosas experiencias compartidas hasta que, con la habilidad de siempre, Tamara le sonsacó a su candidato las intenciones para la sesión del día. El señor Pou se regodeó ante la excitación de su propia timidez, y le confesó que buscaba algo especial, acaso distinto. Tenía la pretensión de empujar y romper los límites esta vez. Sin dejar de sonreír o de mantener el hipnótico control de su encanto sobre el cliente, Tamara introdujo, sutilmente confundido en el torrente de la conversación, el comentario de que las hetairas se hallaban atadas a su equivalente de juramento hipocrático. Era una advertencia innecesaria; el señor Pou no albergaba el propósito de lastimarse o colapsar, sólo de ir más allá de lo habitual. ¿No es eso lo que todo cliente que venía a su casa pretendía?

Miss Tamara lo llevó a la pieza contigua y lo sentó en el selector mientras ella se ubicaba cara a cara al otro lado de la pantalla holográfica. Aníbal manipuló algunas preferencias en el menú mientras ella tomaba nota en su teclado. Luego se interrumpió para revelarle que en su mente había hoy alguien especial. Era víctima de 'infatuation', como lo diría un inglés. La hetaira le sonrió:

- Vamos a tener que usar el escáner...

Se levantó y colocó detrás de la cabeza del cliente un aparato que recordaba vagamente a un secador de cabello en una peluquería. Un zumbido que pretendía resultar imperceptible sin lograrlo lo sumió en una leve sordera durante cosa de un minuto antes de que el cartel de finalizado se mostrase en la pantalla. Miss Tamara cotejó la información en su dispositivo portátil y completó la información previa. Continuaron charlando hasta que el siseo de una puerta corrediza dio paso a la asistente Fabiana portando una bandeja. Se saludaron con un beso en la mejilla. El señor Pou había conocido a la jovencita la vez anterior y ya habían interactuado; era una grata adición al módico plantel de la hetairía. Depositó un vaso con un líquido de color rojizo-rosado frente a él y una copa de vino blanco frente a ella, luego se marchó. Miss Tamara seleccionó un par de grajeas de la pequeña faltriquera disimulada en su cinturón y también se las puso delante. El señor Pou se las metió en la boca y procedió a zamparse el brebaje de un trago sin preguntar siquiera.

- Ahora esperame en el cuarto de sesiones. Te quiero desnudo y de rodillas.

Su tono había cambiado. Aníbal ya conocía el camino. Bajó los ojos y salió a través de la puerta corrediza sin intentar otra palabra.

Lentamente, mientras aguardaba a los pies de la cama enorme y plana que presidía la amplia habitación con un sentimiento de desprotección que se parecía al frío como el sueño podría parecerse a la muerte, percibió que las paredes se ensanchaban y adelgazaban casi hasta desaparecer. Los segundos se hicieron minutos, y los minutos se convirtieron en días. En su cráneo resonaba un oleaje cercano, como si se hallase perdido al borde de una playa cósmica iluminada por múltiples lunas rosadas, amarillas y ocres, desordenadas en el cielo según sus diversos tamaños y reflejadas en la llanura líquida de aquel universo femenino. Sintió paz en la inminencia.

El deslizamiento de la puerta corrediza repercutió entonces en su cabeza como si la espuma de todas las olas silenciosas de su ensueño refluyeran al mismo tiempo, arrastrando las lunas del celaje en su resaca.

Avanzando hacia él, como si descendiera de una pirámide maya, escalón por escalón, bañada por el esplendor de su propia luz y de las plumas doradas y azules que formaban un halo alrededor de su cuerpo, venía Ada Marancio.

Era ella. Alta y hermosa como cuando la descubrió en la dársena, enjoyada más que vestida, el suave mentón en alto como si de su gesto tiránico dependieran la vida y la muerte de miles de cautivos subyugados por las cadenas y el deseo. De hecho, podía mirar hacia abajo y observar el paisaje en tres dimensiones de los súbditos embelesados hormigueando al sol, porque ya no era ella la que descendía hacia él, sino que, apenas detuvo su paso etéreo, sintió que era él quien trepaba la pirámide a cuatro patas, escalón a escalón en sentido inverso, para alcanzar su belleza y su gloria. Y tras un instante de vacilación, en que el universo fue sacudido por un trueno sagrado que recorrió como un escalofrío el firmamento sin nubes, se postró en el suelo a besar sus sandalias doradas con la devoción del creyente, ofendido por la idea de que su frente sudorosa permaneciese más alta que aquellos tobillos perfectos que se elevaban sobre el altar de sus tacones de aguja...

...Tacones afilados que mutaban ante sus ojos en dagas sacrificiales cuando mansamente apoyó la cabeza de lado sobre la piedra curtida por la intemperie y la huella marrón de la sangre seca, mejilla y sien alineadas en la aspereza del polvo, mientras los labios no abandonaban la vocación de estirarse y besar el arco celestial. Así como en el ardor de la entrega total nada le importaba sino saberse escabel bajo las plantas de Ana Marancio, con el rabillo del ojo presintió el instante supremo en que el otro pie se elevó, quedó suspendido sobre su cabeza humillada y finalmente cayó cual guillotina perforándole el cráneo hasta el centro de los centros de su conciencia.

Al despertar, rodaba en la cama sobre el cuerpo de la diosa, temblando de excitación por el roce desnudo, monolítico el falo en el auge de la penetración, viajando a la velocidad del sonido en una espiral vertiginosa como un torpedo con un solo alerón que atraviesa la estratósfera y deja escrito su mensaje de humo. Ya no le importaba si se trataba de Ada Marancio o de Miss Tamara, la bestia carnal y sedienta de sexo horadaba las capas de nubes como algodones entre arcoiris, cabalgaba las ondas de choque de un primigenio Big Bang poseyendo a la hembra sobre latigazos de espuma igual que un tritón loco por las sirenas, con el ritmo de cuerpos que quieren ayuntarse pero resbalan sin remedio hacia el fondo del lecho marino en una pendiente de escamas y mucosas rosadas.

En tren de experimentar, la hetaira no le ahorró nada. Ya habían probado antes técnicas como el sadomasoquismo y el cambio de sexo, pero siempre se puede dar un paso más. Se sintió penetrado y vulnerado hasta la raíz del delirio, y le cedió a la proveedora de placer el control del falo como le cedió todo lo demás, sumergiéndose en el caldo de las drogas y la lujuria con renovado esplendor. Se dejó poseer sin vergüenzas, abriéndose al empuje invasor hasta sentirse calzado como un guante, y pronto experimentó el goce de la posesión absoluta, ensartado como una lombriz en el anzuelo mortal hasta que el miembro rígido sustituyó su columna vertebral y le estalló en el cerebelo. Entonces pudo retorcerse a su merced y volar sobre el horizonte describiendo una parábola interminable. Y al final del trayecto, antes de tocar la superficie, la boca de Ada Marancio emergió del agua primigenia para zampárselo entero y de un bocado en las entrañas cálidas y esponjosas de su lujuria.

La consciencia lo sorprendió abrazado a un antiguo amor. El descanso en el lecho era bajo las ramas de un árbol de hojas anchas y reparadoras (una magnolia grandiflora, quizás) y el rostro que dormía sobre su pecho desnudo e hirsuto parecía haber reposado siempre ahí, protegido por la mano que le apartaba los cabellos castaños para mejor ser visto. Reprimió las ganas de llorar. Lagrimeó un poco, en verdad, y se sintió ganado por evocaciones eróticas y sentimentales de muchas décadas. Romances que le parecieron eternos y partieron al siguiente otoño, promesas rotas y decisiones equivocadas, tiernas nostalgias y amargos resentimientos, retazos de los muchos e inconstantes hombres que había sido.

Fue una tarde larga y placentera, con tiempo para el reparo, la comida y hasta la charla sin rumbo. Supo que el último vaso de cerveza contenía todos los antídotos sin que Miss Tamara tuviese que revelárselo. Y bebió sin prisas, se vistió sin pudores ni soberbias, besó las mejillas de las chicas con un agradecimiento que no podía describirse ni valía la pena hacer manifiesto. De nada se despide uno tan pensativo como de aquello que nada reclama a su compromiso.

Por las mismas calles que lo vieron llegar se alejó Aníbal, liviano el corazón y grávida la mente, como quien ha cumplido un deber. O un sueño. Quitó por completo la polarización y echó un vistazo hacia atrás, hacia Ciudad Orquídea, consciente de que el nombre no era una casualidad. La denominaron así porque el arquitecto le había dado esa forma a los planos originales de la urbe. Las carreteras externas dibujaban el contorno de la flor. No cualquier orquídea: Ophrys tenthredinifera -caviló ocioso-, la elegante variedad de los pétalos en cruz y el labelo inferior abombado, como de avispa, que ahora brillaba imponente en la distancia con su circuito de luces y movedizos destellos ante los primeros signos del anochecer.

En la siguiente estación, sin embargo, un cuadro del paisaje llamó poderosamente su atención. Los jardines hidropónicos del Monte Mayor se revelaron a sus ojos bajo el lucero vespertino como un espejismo. Una obra de ingeniería que hacía empalidecer las Maravillas del Mundo de todas las épocas humanas. Miles de diversas especies botánicas conviviendo dentro de un sistema sustentable de lagos y afluentes artificiales que generaban su propia energía y su propio ecosistema a lo largo de cientos de hectáreas. Sobre ellas, divisó la cúpula magnética que era permeable tan sólo a la cantidad necesaria de sol, viento, calor o agua de lluvia para alimentar aquella rueda de la vida. Y aquel auténtico vivero al aire libre no adornaba el entorno de la mansión de un potentado, ni pertenecía al palacio de verano de un gobernante, y tampoco lo mantenía una corporación o una comuna, ni siquiera un parlamento. Era de todos, de los hombres y de la tierra. La consumación de una raza que finalmente se encontró a sí misma reconciliándose con su entorno, y ahora podía partir hacia las estrellas libre de las taras de la codicia o las telarañas de la culpa. El Señor Pou se dio cuenta de que nunca había contemplado algo tan hermoso, y se emocionó con la turbación del que finalmente ha comprendido algo secreto e incuestionable, el derrotero de una hebra que hilvana todo lo viviente en silencio y de lo que uno es parte.

Se dio cuenta de repente que su módulo se movía, pero ya era tarde para detener la incorporación al tren ad hoc. Simplemente, dejó de aferrarse a la visión y sucumbió a esa tristeza amable que obliga a sonreír con el corazón en un puño.

Mientras se deslizaba vertiginosamente en el monorriel, pensó que ya era hora de abrir la carta. No valían las dilaciones. Tomó el sobre del bolsillo, lo rasgó con sumo cuidado y procedió a leer:

 

"Estimado ciudadano:

 

Es nuestro deber informarle que su ciclo vital ha llegado a un punto crítico.

A partir de este momento, los recursos de la sociedad y el estado de nuestro actual conocimiento científico no nos permiten garantizarle un óptimo estándar de salud ni la calidad de vida ejemplar que un miembro de nuestra comunidad merece. Esto significa que el deterioro de su cuerpo y su mente puede resultar desde ahora controlado, sin duda diferido, aunque ya no evitado con éxito.

Le recordamos que el balance es uno de los pilares en que se asienta nuestro actual modo de vida. La concepción de un nuevo ser humano para el mundo se halla estrictamente condicionada por la desaparición de uno de sus ciudadanos activos. Permítanos felicitarlo por una vida maravillosa, rica y productiva, y agradecerle por lo mucho que ha contribuido con su existencia y labor al progreso y el bienestar de todos nosotros.

Le rogamos entonces que no aplace por largo tiempo la decisión de abandonar la sociedad que lo vio nacer, crecer y convertirse en un habitante distinguido, del que siempre estaremos orgullosos y cuyo legado nos proponemos preservar en nuestros registros y bibliotecas virtuales para que sus congéneres tomen de su experiencia y sabiduría la debida noticia y provecho.

Puede usted consultarnos cuando guste a través de todos los medios disponibles, y confiar en que su defunción será digna e indolora, como corresponde a la condición de un individuo cabal como usted.

Sírvase realizar las disposiciones necesarias por su cuenta. Aunque, si así lo requiriera, nos sentiremos honrados de tomar a nuestro cargo las exequias y trámites funerarios que pudieran agobiarle en sus horas finales.

Vaya hacia usted nuestra gratitud y saludo."

 

Al llegar a casa, el Señor Pou se quitó los zapatos y marcó una casilla en el calendario, veinte días a partir de la fecha de hoy. Salió al aire libre y respiró con fuerza todo lo que sus pulmones le permitieron. Miró hacia el cielo cuajado de estrellas, y un momento después, acaso sin pensarlo, se sonrió.

 

Copyright © 2015 César Fuentes Rodríguez

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