Dos fueron las mujeres que intentaron retener con sus encantos a Ulises, también llamado Odiseo, cuando intentaba retornar a su patria de Ítaca y a los brazos de su atribulada esposa Penélope luego de acabada la Guerra de Troya. Ambas diosas, ambas bellas, ambas reinas de sus respectivas islas llenas de delicias y misterios. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
“Calipso, la divina entre las deidades, me detuvo allá, en huecas grutas, anhelando que fuese su esposo; y de la misma suerte la dolosa Circe me acogió anteriormente en su palacio, deseando también tomarme por marido; ni aquella ni ésta consiguieron infundir convicción a mi ánimo. No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite en una casa opulenta, pero lejana, en un país extraño, apartada” .-
(Odisea, IX, 29-36)
Tales son los atributos de las diosas y tal el parecido entre ambas situaciones. Tanto que uno se ve tentado a reflexionar si se trata de un episodio duplicado, como suele darse a menudo en la literatura antigua.
Circe, la maga, vivía en la isla de Eea. A esas costas llegaron Odiseo y sus hombres agotados por las andanzas marinas y, habiendo vislumbrado humo que ascendía de la tierra, decidieron adentrarse a través de los encinares y el espeso bosque. Pero el astuto líder, tras malas experiencias anteriores, no quiso jugar su destino a una sola carta. Dividió a la tripulación en dos grupos y echó a suertes cuál de ellos iría a investigar. Le tocó al comandado por su compañero Euríloco. Este llegó eventualmente al claro donde se erigía el palacio de Circe, custodiado por leones y lobos montaraces, pero para asombro de los exploradores, las bestias se levantaron para recibirlos ronroneando y moviendo la cola como tiernas mascotas. Escucharon el canto exquisito de la diosa y el rumor de los telares que provenían del interior y resolvieron llamar su atención. Así fue como Circe se mostró a ellos en el pórtico con su magnífica figura y los invitó a entrar a su morada para agasajarlos. Todos accedieron menos Euríloco, que receloso se quedó atrás y gracias a eso pudo espiar lo que ocurrió. La hechicera los hizo sentar a la mesa y les ofreció queso, pan, miel y vino de Pramnio en los que había infiltrado sus pócimas y al tocarlos luego con una varita los transformó en cerdos que recluyó en un establo.
Euríloco volvió corriendo a dar las malas nuevas a Odiseo, quien tomó de inmediato su espada y marchó en busca de la maga, pero le salió al cruce el dios Hermes para advertirle la forma correcta de proceder cuando se hallara ante Circe y le regaló una planta de raíz negra y flor blanca como la leche llamada moly que le serviría para prevenir el efecto de cualquier brebaje que pretendiese usar en él. Se presentó ante la soberana de Eea e igual que hiciera con sus compañeros ella lo hizo pasar y sentarse en un opulento sillón para luego ofrecerle un refresco en copa dorada. Y cuando el héroe de Ítaca lo hubo bebido, lo tocó con su varita y le dijo "Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos". Odiseo sacó entonces su espada y la amenazó, y la diosa sorprendida de que su hechizo no hubiese hecho efecto, no sólo se rindió sino que lo invitó al lecho. Accedió él, no sin antes hacerle jurar que se abstendría de tramar ningún mal en su contra y que liberaría del embrujo a sus hombres.
Durante un año entero los tripulantes fueron retenidos por la comodidad y los placeres del palacio de Circe, hasta que Ulises le reclamó la promesa de que los enviaría a casa. Muy a su pesar accedió la reina, pero atada al juramento de los dioses tuvo que dejarlo ir. Sin embargo, le comunicó que antes de llegar a su patria debía descender a la tenebrosa mansión de Hades para pedir oráculo al alma del famoso adivino tebano Tiresias. De esa obligación no podrían escapar. Con el corazón quebrado por la terrible noticia y el buen viento que les proporcionó la hechicera, partieron a su más peligrosa aventura. Volverían a la isla de Eea y a la hospitalidad de Circe luego de cumplida la empresa y ella les daría nuevas indicaciones y se despediría por segunda vez y para siempre.
El episodio de Calipso no es tan recordado. En el cúmulo de aventuras extraordinarias que vive Odiseo, repletas de acción e increíbles peripecias, su llegada a la paradisíaca isla de Ogigia donde la diosa bella como el día lo recibe de buen grado y lo colma de atenciones y delicias, no parece tan significativo o se pierde a primera vista. Pero hay que tener en cuenta que más allá de aquellos incidentes que atentan contra la integridad física del héroe o constituyen un obstáculo en su camino (como el paso entre los monstruos Escila y Caribdis o el encontronazo con el cíclope Polifemo, hijo de Poseidón, a quien termina cegando), numerosas contingencias están diseñadas para distraerlo o hacerle olvidar su férreo propósito de volver a Ítaca y a los brazos de Penélope. Así el canto de las Sirenas que intentan confundirlo mientras se encuentra atado al mástil, el riesgo de las flores amnésicas en la isla de los Lotófagos, incluso el sueño que le impide detener a sus compañeros cuando abren el odre de los vientos que acababa de obsequiarle el dios Eolo y que los aleja de las ansiadas costas patrias cuando ya faltaba tan poco.
Pero de todos esos peligros para su memoria no hubo ninguno tan serio como el de la arrebatadora Calipso, cuyo nombre en griego proviene del verbo ‘calyptein’, que significa “esconder”. La diosa se enamora inmediata y perdidamente de Odiseo, lo convierte en amante y prisionero en su morada de ensueño durante años, y le proporciona todos los placeres que un hombre puede desear. Sin embargo, el infeliz héroe sólo quiere volver a su casa y su mujer y cada noche se lamenta frente al mar por el destino que le ha tocado. Entonces Calipso juega su carta mayor. Le ofrece no sólo la inmortalidad sino el vigor y la belleza de la juventud, que lo acompañarán siempre a cambio de que se quede a su lado. Es el presente más maravilloso que puede brindársele a un mortal. Escapar de la muerte, de la decadencia y de la enfermedad y compartir el lecho de una diosa para toda la eternidad. Pero Ulises lo rechaza. Su lugar en el mundo es Ítaca, su único amor es la paciente Penélope y su hijo Telémaco. Para él no existe ningún destino aceptable que no sea el regreso.
Hermes, mensajero del gran Zeus, le exige a la soberana que libere a su cautivo. Y ella lo hace finalmente con pesar en el corazón pero con todas las bondades que la señalan como una gran dama. Le procura madera de sus bosques y herramientas para que construya su nave. Y lo despide de su isla después de lavarlo, cubrirlo de ropas perfumadas y dotarlo de provisiones y agua para el viaje. Para rematar su gesto, envía un viento próspero y cálido para impulsar sus velas.
La genial “Ulysses” (1954) de Mario Camerini, sin duda y por lejos la película más extraordinaria que se filmó acerca de La Odisea de Homero, ya contaba con la interesante idea de hacer representar por la misma actriz, Silvana Mangano, a Penélope y a Circe, como si esta fuese de algún modo un espejismo de aquella sólo que más joven, más bella, más exótica y seductora. Pero además hay quienes vieron en la representación de Circe atributos de Calipso en las joyas del vestido y el brazalete en forma de pulpo.
Pero claramente Circe y Calipso no representan lo mismo, aunque una de las tradiciones mitológicas sugiere que incluso podrían ser hermanas. Lo cual no quita que puedan concebirse como la oscuridad y la luz, el anverso y el reverso de la misma imagen. Circe, la engañadora, convierte a los hombres en bestias a su servicio con malas artes y sólo se conmueve ante la amenaza de Odiseo. La divina Calipso, en cambio, es una mujer enamorada que hace hasta lo imposible por retener al hombre que desea y lo ayuda a continuar su viaje cuando ya todos los recursos fueron agotados. Dichoso sea el varón que reconoce la diferencia.
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