He aquí otro cuento de los que aparecieron en mi libro "La Hinchada Caballerosa", editado por la Editorial MuerdeMuertos en 2015, y que pongo por primera vez en versión digital al alcance de todos los internautas. Dejo a criterio del lector el género al que pertenece con el único deseo de que lo disfrute. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
La visión de la fachada de piedra gris le dio nuevos bríos, pero aun así no estaba seguro de llegar. Traía arremangados los faldones del sayal harapiento y las rodillas blancas y enclenques cubiertas de raspones y magulladuras por los traspiés de la carrera.
- ¡Hermano Demetrio! ¡Ábreme, ábreme, por amor de Dios! -chillaba mientras aporreaba el portal con puños desvaídos.
Cuando finalmente el invocado deslizó hacia adentro la pesada hoja de cedro, el viejo casi se le desmayó en los brazos. Apenas le quedó aliento para balbucear:
- ¡Cierra, cierra, que vienen por mí!...
El buen Demetrio se lo llevó al refectorio a pulso junto con el frailecillo que oficiaba de portero en la abadía, y no pudo evitar percatarse de que el esmirriado anciano pesaba apenas un poco más que una gallina cebada. Allí le brindó descanso y un reconstituyente de hierbas que era el orgullo de los fratres. Sin embargo, el atribulado huésped no se tranquilizaba. Con insistencia pedía que echase un vistazo afuera para saber si aún lo acechaban. Y en efecto, Demetrio miró por la trampilla y ahí en la explanada que servía de atrio vio a una pequeña multitud congregada en actitud de desconcierto. Los aldeanos parecían inclinados a avanzar de un momento a otro hacia la puerta, pero por algún motivo (la reverencia del lugar santo, quizás) no se atrevían.
- ¿Qué sucede, Macario? ¿Qué maquinación demoníaca es ésta?
- Ay, amigo querido, dame santuario, ¡te lo ruego por la Corona de Espinas de Nuestro Señor!, que donde moran tantos hombres de Dios no podrán echarme mano esos impíos.
- ¿Pero por qué te persiguen?, ¿qué quiere de tí esa chusma?
- Mi cuerpo -soltó casi gimoteando el vejete, luego de amagar un rato.
- ¡Divino Prepucio! ¿Qué locuras dices?...
- ¡Te juro por la Madre de Dios que es verdad!... Van detrás de mi carne, mi sangre, mis cabellos y hasta la cera de mis oídos.
Y a continuación el venerable Macario se echó al suelo para abrazar las rodillas del monje sin que éste pudiese hacer nada por impedirlo. Hubo de esperar a que se calmase nuevamente y repetirle la promesa de que lo acogería en aquel templo de piedad el tiempo que fuese necesario para que el anciano principiara su relación.
- Tú bien sabes que a mí no me intimida el vulgo, no soy como los "santos topo" que se ocultan en cuanto se acerca algún curioso y desaparecen bajo la tierra según hacen los animales cuando sienten olor a hombre. No hice eso ni siquiera cuando me interné en el desierto para apartarme del mundo y entregarme a la contemplación de los misterios de Dios. Yo comprendo a los devotos y el pío fervor que los mueve a no quitarnos los ojos de encima, pues nuestra fe nos hace capaces de grandes abstenciones y penurias, y por eso sufrimos con humildad el mote de "atletas de Cristo". Y también sé que los que padecen los males de la carne, buscan la cura por intercesión de quienes experimentamos el éxtasis de la divinidad, pues, del mismo modo que los hombres nos hablan en lenguas, lo inefable se manifiesta en visiones a los elegidos. Por eso, desde el día en que rompí mi ayuno y volví del desierto, nunca me ha molestado salir de mi choza y sentirme blanco, cómo diría, de esa distante veneración. Y así, con la misma indulgencia con la que un padre bondadoso presencia las travesuras de sus pequeños, he consentido que se lleven algún recuerdo material de su visita. Al principio era polvo del lugar, hojas y ramitas de un almendro que me daba su sombra en verano o agua del manantial en que bebo, y con eso se ve que hacían relicarios para la buena suerte. Luego vino un incidente desagradable, pues eché en falta el cuenco en que calentaba mis sopas y que se cuenta entre mis escasísimas pertenencias. Cierto que comparado con las ricas ofrendas de alimento que dejan a mi puerta cada mañana los peregrinos (pues las de vestido y ganado las recibe en mi nombre la Iglesia de Tecla La Protomártir, que así lo ha dispuesto el obispo para no perturbarme con cuestiones terrenales) lo del cuenco era poca cosa; pero de ahí en más todo devino a peor.
Demetrio, que por fin veía algo de interés entre tanta palabrería, escanció dos dedos más de licor en la copa del viejo.
- Gracias, mi buen amigo. -continuó el santo relamiéndose- Tenía también un rosario de conchas de caracol, y un peine hecho de dientes de palmera que usaba muy poco y un pétaso para protegerme del sol al que me aficioné desde que el pelo no me alcanza; y primero no hallé uno, y después tampoco el otro y al final ninguno. Pensé que se trataba de algún prodigio, obra del Maligno quizás. Sin embargo, un día que dejé la choza tuve un presentimiento y volví enseguida sobre mis pasos. Así me encontré cara a cara con un pillastre que hurgaba entre mis cosas y que en cuanto se vio descubierto escapó por la rendija del techo ágil como un mono, aunque no debía de tener ni ocho años; y ahí salí yo maldiciendo al desgraciado, "¡que el Cielo te fulmine, hijo de mala madre", pues se me llevaba el cordón del sayo, y se ve que a fin de cuentas el tal le estorbó porque se enredó en él y cayó del techo queriendo saltar a tierra, y para mayor desgracia fue de cabeza, que quedó tendido, blanco y como muerto a resultas de aquel porrazo. Los que estaban en ese momento mirando se santiguaban y decían "¡terrible es la venganza del amado del Señor!". Y yo mientras tanto ocupado en tirar del cordón, que ni muerto lo soltaba aquel diablillo, así que lo tuve que volver hacia un lado y hacia el otro para ver si podía arrancárselo. De fondo me llegaban los comentarios, "Está escrito, lo que tú ates en la Tierra...", pero ya sentía yo que se acercaban los curiosos y pronto me estarían mirando sobre el hombro, así que tiré con todas mis fuerzas y el rapazuelo rodó por el polvo y empezó a toser y a llorar, se ve que con el susto recuperó el conocimiento cuando yo recuperé mi cordón. Entonces escuché un gran silencio a mi alrededor, y de pronto una mujer se apartó de la multitud gritando "¡milagro!, ¡milagro!" y fue a abrazar al crío, y todos se hincaron de rodillas y comenzaron a cantar el salmo ese del "populus Domini sumus" y a reír y a llorar y a hacer aspavientos. Más tarde me enteré de que una primeriza rompió aguas en el lugar y al nonato lo bautizaron con mi nombre para recordar aquel portento de resurrección.
- ¡Pero tú sabías que eso no era verdad! -interrumpió el monje.
- ¡Como si fueran a escucharme!... -suspiró Macario antes de proseguir-. Además, ¿quién soy yo para cuestionar los caminos del Señor? Sólo sé que desde entonces no tengo paz. Vienen de a legiones, como hormigas, y lo ponen todo perdido. Me levanto y me acuesto con ruegos y súplicas de paletos que nunca he visto que piden mercedes para ellos o para sus parientes. No puedo salir de mi casa sin que haya una multitud observando todo lo que hago y lo peor es que apenas me descubren vienen hacia mí y se levantan los ropajes para mostrarme sus llagas putrefactas, sus miembros torcidos o su carroña doliente. "¡Cúrame, cúrame, oh, sapientísimo!", es lo único que oigo todo el tiempo. ¡Dios Todopoderoso los hunda en la mierda! Emponzoñan mi agua, revuelven la tierra... Mi almendro ya no tiene hojas, no tiene ramas, es más... la semana pasada me levanté y ya no había almendro.
- Hermano Macario (¿otro traguito?), es el poder de la fe...
- ¡Qué dices! (sí, por favor, hazlo llegar hasta el borde, que me hace bien) Gamberros como estos no los vi jamás mientras oré en el desierto. El otro día uno se me metió a la choza, ¡menudo atrevimiento!, y se prosternó diciendo "permíteme adorarte, oh, misericordioso"; y en cuanto me tuvo a tiro echó un manotazo y me arrancó un puñado de pelos de la barba que hasta hoy me escuece el sitio donde me faltan. Lo corrí a pedradas, pero como todo últimamente, resultó peor. Los fieles recogían los guijarros que yo arrojaba, y algunos interponían adrede el pecho o el rostro en la esperanza de que un proyectil salido de mi mano los bendijera con una herida. Su Ilustrísima se vio obligado a pedir soldados para mantener un cerco en torno a mi barraca y que no se acercase nadie a menos de cincuenta metros, pero no ha servido de mucho. Los condenados se cuelan o sobornan a los guardias y llegan hasta mis propias narices. Deja que te cuente lo que ocurrió la semana pasada. Abandoné la comodidad del hogar para hacer mis necesidades al rayo del sol, y dado que los devotos habían devastado el terreno aún debí caminar un trecho para hallar un arbusto (pues no me preguntes por qué pero el hombre se siente más reparado en el momento de aliviarse la vejiga teniendo una plantita a disposición). Hete aquí que oriento el chorro de mi ya cansado instrumento hacia el matorral y aguardo a que se corte, como hace cualquier cristiano, y a mitad de la cuestión cambia el sonido como si estuviese orinando sobre metal. Apenas tuve tiempo de pensar "¡qué nuevo milagro es éste!" cuando descubro entre el follaje la cara mojada de un pícaro que recogía mis jugos en un cáliz de hojalata y que ni bien atiné a guardar lo mío en el sayo salió carpiendo por entre los guijarros con matojo y todo, más caliente que la propia zarza en llamas de Moisés.
- No blasfemes, Macario.
- Perdona, amigo mío, a este viejo tocón sin delicadeza. Pero mi condición ha mudado de repente, he pasado de hombre a fuente de reliquias viviente en lo que se gasta una luna. De día husmean en mi basura como canes en busca de cabellos, recortes de uñas o materias aún más innobles para componerse eulogias y filacterias que luego llevan al cuello porque un pérfido les aseguró que los protegerá de la sarna; de noche, ni siquiera puedo ver, pues hurtan el aceite de mi lámpara para fabricar ampollas lenitivas, o raspan la cera de mis velas para hacer emplastos. Es una pesadilla, querido Demetrio, un anticipo del Infierno. Y ahora se sumó el gran escándalo, pues el Prefecto de la ciudad afirma que al morir mi cadáver irá a adornar la capilla del Ayuntamiento y prometió elevar una basílica por encima y darle mi nombre. ¡Imagínate! Su Ilustrísima puso el grito en el Cielo. Tanto tiempo alimentando esperanzas de que la diócesis albergaría mis restos, y ahora viene este conflicto de jurisdicciones con el poder temporal. ¡Habráse visto! Y ya lo ha dicho: "¡un obispo no puede ser menos que un gobernador!" Mandará él edificar una basílica más grande, y se llamará San Macario, que de Tecla La Protomártir en la iglesia apenas cuentan con un dedo y una vesícula con su sangre que se licua los días de fiesta, pero por un cadáver completo ya se puede consagrar una basílica y hasta una diócesis entera, que además la santa no se ofenderá, pues rebosa ya de dedicatorias por todo el orbe cristiano.
- Algún rumor me había llegado, sí -asintió Demetrio gravemente.
El anciano taumaturgo se zampó otro copón y lo plantó con suavidad frente a su interlocutor, como implorando combustible para soportar la travesía del relato.
- ¡Y hoy fue el colmo! -gimió-. No había logrado dormir en toda la noche con los cánticos y los aleluyas, y desde que el sol se alzó sobre el horizonte, perdieron todo temor de Dios o de los hombres y entraron a saco en la cabaña. Intenté imponerme a través de la palabra, por ver si aquellas fieras se apaciguaban, y les prediqué acerca del desprendimiento, la caridad, y las buenas obras. "¡Qué luz de sabiduría! ¡Qué dechado de piedad!...", exclamaban algunos. Por un rato me pareció que prestaban oídos, pero de pronto miré a mi auditorio y sólo vi ojos de lobos acechándome en corro, labios que chorreaban de avidez y un rumor como de garras y colmillos que se afilan en la sombra. Ya se había éste animado a alargar la mano para tirar de un hilo de mi sayo, y aquél a acariciarme la barba, y... ¡Dios me perdone por mi flaco espíritu!, pero yo me asusté, me asusté como nunca, amigo mío, vi todo negro a mi alrededor, espeso y encarnado como la sangre, y la choza me empezó a dar vueltas y ya no me acordé de nada más. Hasta que, pasado quién sabe cuánto, recuperé el sentido y me encontré en posición horizontal, aunque lejos del suelo, como flotando en el aire, y pensé que me había muerto y ya el Señor Misericordioso me había dado mis alas, pero era que unos me jalaban de los pies y los otros de los hombros y ya no me tomaban por cristiano sino por soga humana en esa cinchada de todos los diablos, que no sé cómo no me partieron por el medio y llevó cada cual su trozo. Se ve que con el desmayo me habían creído muerto y cuando abrí los ojos se quedaron de piedra; un poco que me soltaron y otro poco que forcejeé, gané la puerta y busqué el refugio de los soldados, pero cuando las fieras huelen la sangre, no hay acero que las refrene, así que mientras unos se encaraban con los otros yo eché a correr. Lo demás lo sabes. Aquí llegué y a tu merced me confío. No me entregues, pues pronto vendrán los heraldos del Prefecto y los de Su Ilustrísima, y ellos también querrán lo suyo.
Las dotes proféticas del eremita no se hubiesen puesto tampoco en duda entonces, ya que al punto se levantó renovado bullicio ante los portales de la abadía, y el frailecillo portero irrumpió en el refectorio para comunicarle al hermano Demetrio que sendas delegaciones pedían audiencia con él.
- Tú tranquilo, Macario. Deja ya de temblar. Que ésta no es sólo morada de Dios, sino hogar de muchos hombres santos que han entregado su vida a la contemplación y la abstinencia. Aquí no pisará nadie sin mi autorización, pues para mí eres lo mismo que un padre y ésta es tu casa; y no se dirá nunca por ahí que yo no he defendido a mi padre bajo su propio techo.
Raudo dio la media vuelta el intachable monje y marchó a cumplir su palabra, sin permitir los desbordes de gratitud del cenobita. Poco rato pasó antes de que retornara. Se encontró a Macario acariciando la barbilla del portero y suspirando ante él con arrobamiento, como si estuviese admirando el rostro de un querubín sin contar el número de los cielos.
- ¿Sabes, amigo?... yo una vez fui joven y puro como este mancebo -dijo, momentáneamente olvidado de su situación.
- "¡Joven eres por tu fe en Cristo, y hasta las piedras saben de tu pureza!" -prorrumpió Demetrio recordando un mal poema.
El viejo lo interrogó con la mirada, y el monje le respondió que por ahora se habían vuelto sobre sus pasos, aunque lejos estaba el asunto de acabar ahí, pues lo mismo que los aldeanos que vivaqueaban frente al convento, los poderes de este mundo habían traído a sus perros para apostarlos a la entrada hasta el arribo de sus amos. Al parecer, la espera de los acontecimientos sería larga. Mejor mantener al huésped contento y entretenido.
- Pero dime, tú que has sido ejemplo y lucero de nuestra manera de profesar la religión, que te apartaste a tiempo de la corrupción del mundo, flagelaste tu carne, predicaste en el desierto a la soledad de las estrellas, te alimentaste de culebras y escorpiones, tú la cúspide de los ascetas... ¡háblame de tus experiencias! ¡Qué honor tener aquí a un santo más alto que Simeón El Estilita, a un apóstol de la castidad más celoso que el propio Ambrosio, a un hontanar de modestia que iguala al papa San León!...
- Me abochornas, amigo mío -respondió el viejo bajando la cabeza, entre halagado y confuso- No soy digno de tales elogios.
- Saliste de tu convento cuando aún no te apuntaba el bozo y te internaste en el desierto calcinante, donde el viento abrasa como la sal... ¡No digas que no fue una hazaña!
- ¡Calla, calla!... Era apenas un adolescente orgulloso que quería ufanarse de su piedad delante de los compañeros...
- ¡Cuarenta años en el desierto! -insistía el abad- ¡Uno por cada día y cada noche que pasó Nuestro Señor resistiendo las tentaciones del Demonio! Se dice que tú mismo enfrentaste al Maligno...
- Que no sigas, Demetrio, que nunca me encontré ante un tentador tan grande como tú.
- ¡Y que lo venciste!
- Fantasías de los fieles -musitó el desventurado Macario con la garganta seca.
- ¡Anda, pater amantissimus!, deja caer de una vez la miel de tus labios, que yo no dejaré de verter ésta en tu copa.
Al ver el precioso líquido escanciándose ante sus ojos, achispado ya como estaba, el anacoreta se dio por vencido.
- Será igual que una confesión... -suspiró.
- ¡Y yo seré gustoso tu confesor! De mi boca no saldrá nada que empañe el aura de tu santidad.
- Te lo agradezco, amigo mío, ¡y son tantas las cosas por las que debo agradecerte ya!... Verás, yo fui bendecido por el celo divino a muy temprana edad. Y desde que descubrí la ruindad y podredumbre de este mundo, todo lo que había a mi alrededor me resultó aborrecible. Incluso decía el prior que si me negaba a comer natillas o a soportar las caricias de mi madre, seguramente era porque sabía que en la otra vida me estarían esperando las prometidas delicias espirituales y hasta lo poco bueno de este valle de lágrimas me parecía soso y sin gracia; y eso que para entonces me alimentaban con puré de hostias consagradas, pues mi organismo no aguantaba otra cosa dentro: era tragar y andar vomitando por todas partes. ¡Oh, cuánto bendije aquel día en que mis padres me dejaron en las amorosas manos de la congregación! Pero todo mi regocijo parecía vano... Al tomar el primer hábito, mi alma se hallaba tan contrita que sólo podía pensar y hablar de la expiación, necesitaba limpiarme del estercolero de gusanos que era mi cuerpo, y me obsesionaba la imperfección, la desidia de los hombres, el vicio... No podía estar yo un momento sin gritarles en la cara a los superiores, a los compañeros, a mí mismo, las espantosas faltas que vivíamos cometiendo, cómo estábamos defraudando a Nuestro Señor Jesucristo, que sufrió y murió por nuestra gran culpa y para redimirnos del pecado que inficiona cual veneno diabólico nuestra sangre corrupta y nos aleja de la gracia de Dios. Por las noches me levantaba y corría por los claustros vociferando "¡arrepentíos, arrepentíos!", pues el asco de esta vida material me martilleaba las sienes. Entonces me zambullía en el huerto a restregarme con tierra el cuerpo hasta sacarme llagas en la piel. Tú debes entender ese sentimiento, hermano querido, ese deseo de aniquilarse de una vez para alcanzar la inmaculada contemplación de la Luz Divina.
- No te entretengas, Macario -suplicó el monje, sin asentir- Ve a lo dulce. ¿Cómo recibiste la llamada de la sabrosa renuncia?
- A eso iba. Para que compruebes la insidia de los hombres, te contaré lo que pasó sin ocultarte detalle. Llevaba semanas sin dormir, agobiado por pesadillas seguramente enviadas por el Enemigo que me mantenían en un grito; y fue la noche en que, totalmente exhausto, pude conciliar el sueño que mis propios hermanos me capturaron, me envolvieron en un saco y me dejaron abandonado en un paraje solitario, a muchas leguas del convento, tal que no pude reconocer el camino de regreso. Yo les suplicaba que me liberaran, pero ellos se marcharon gritando cosas horribles: "¡no te aguantamos más!", "¡Dios se apiade de tí, que nosotros ya estamos hartos!", "¡aquí puedes desahogarte a gusto, cabrón!" y otras lindezas así, que yo no sabía qué mal les había hecho ni por qué me apartaban como a un leproso.
Deambulé sin rumbo durante dos días, loco y muerto de sed, sin encontrar rastro de hombre ni esperanza de salvación. Pero nunca dejé de orar. Hasta que el Señor tuvo a bien poner delante de mí el reparo de una cueva perdida en el yermo para mayor prueba de su misericordia, ¡bendito sea, porque el pastor no abandona a sus ovejas!, y allí dentro hallé un pozo de agua fresca resguardado bajo una trampilla de hojas y ramas, y dátiles y queso y pan en unas tinajas de barro cocido, y hasta mantas para recostar mis cansados huesos. ¿Qué duda había del milagro que Dios había obrado para mí? Era como si todas mis plegarias hubiesen sido escuchadas de golpe. De pronto tenía un sitio, alejado de la corrupción y la miseria del mundo, para dedicarme a la contemplación y al ejercicio espiritual, y durante muchas jornadas, cada mañana hasta el crepúsculo, me sentaba a la entrada de la cueva a meditar y dar gracias a Dios por permitirme vivir la frugal vida de los ascetas. Hasta que un amanecer, cuando salía del antro para rezar mis maitines, encontré un capón cebado y pialado y un pellejo de leche de cabra recién ordeñada. ¡Hasta dónde llegaban las bendiciones del Altísimo para con su pobre siervo! Pues en aquellas soledades donde no mandaban más que el polvo y el viento, sólo en su mano cabía pensar. Pero a la mañana siguiente hallé nuevos regalos, y salí a explorar el terreno. Desde el otero de una loma descubrí una caravana que se alejaba camino a un poblado distante. Me di cuenta de que la cueva probablemente era una parada escondida en la ruta de los camellos, quizás la última antes de la villa que había divisado. De seguro los guías me habían descubierto meditando en las inmediaciones; un jovenzuelo tonsurado y vestido con el hábito debe de haber resultado una visión de infinita piedad para ellos, y habrían decidido dejarme en paz con el Señor; los presentes no podían significar otra cosa que su ofrenda devota. Con el paso de los días, la noticia se extendió, pues los presentes abundaban y comencé a sentirme observado. La noticia de que un anacoreta moraba en las afueras se había corrido en el pueblo y no tengo que explicarte lo que es la curiosidad de los villanos, mira el lío en que estoy ahora. Pero en aquel entonces su solicitud me halagaba, y yo me conducía cada día como un cura oficiando para un público que no quería dejarse ver, o que yo fingía no percibir.
Sin embargo, estaba a punto de afrontar la gran prueba...
Demetrio abrió los ojos, anticipando lo más emocionante de la narración del viejo. Éste se rascó la garganta, para indicar que estaba seca (y así debía ser, puesto que de sus ojillos brotaban chispas y la sonrisa beatífica había cobrado cierto fulgor terrenal gracias al fuego del alcohol) y cuando comprobó que el recipiente había sido repostado, continuó.
- Una noche en que la luna parecía ocupar todo el firmamento, ¡lo vi por primera vez!... No es que no hubiese sentido antes su presencia maléfica en las cercanías, pero esa noche su silueta se recortaba nítida entre las dunas mientras me contemplaba fijamente. ¡Oh, cómo me metí en la cueva lleno de terror, y repasé todas y cada una de las oraciones que sabía!, "aunque camine en el valle de las sombras, nada me faltará", mi confianza en el poder de Cristo era grande, pero no paraba de temblar y no paré, en efecto, hasta que el sol trajo de nuevo sosiego y calor a mi espíritu. Aun así, a medida que las preciosas horas del día se iban consumiendo, volví a refugiarme en mi morada entre compungido y asustado, consciente de que si aquel demonio se presentaba no podría impedirle el paso. De modo que recé, y me preparé para lo peor. Confesé mis pecados y purgué mi alma, dispuesto a ganar la batalla por la salvación eterna si llegaba a perder la vida. Ya cerrada la noche, no me atrevía ni a respirar, tenía tanto miedo que apagué el fuego para no tener que soportar una visión tan pavorosa que no la podría resistir. A poco, todos mis temores se vieron confirmados. Sentí que forzaban la entrada y adiviné un bulto enorme que se desplazaba hacia mí como un animal, jadeando y resoplando. Pensé en escapar por la salida de atrás, un túnel que daba al pleno desierto, pero ya no tenía chance, estaba arrinconado.
El hermano Demetrio se santiguó y contuvo el aliento con un suspiro alterado.
- "¡Vade retro!", le grité, "¡En nombre de Nuestro Señor Jesucristo que murió por nuestros pecados y venció a la Muerte, te conmino a que te vuelvas por donde has venido!". El demonio se detuvo un instante, pero por toda respuesta me devolvió una risita escalofriante. "¡Regresa al Infierno al que has sido condenado, Satanás!", le dije ya con la voz quebrada por el espanto. Fue todo inútil. Sentí sus manos invadiéndome el cuerpo, su abrazo de oso, su lengua dentro de mi boca. En segundos y pese a mi resistencia, ya me había poseído y devorado.
El abad lo miraba con extrañeza, boquiabierto, como si se hubiese perdido de algo:
- ¿Fuiste poseído por el Diablo?
- ¡Ay de mí, desdichado!, ¿qué podía hacer sino sucumbir ante aquel poder sobrenatural? Sólo somos mortales, ¿sabes? Cuando desperté por la mañana con el sol en lo alto, pensé que podía haberse tratado de un sueño, pero permanecían aún en mi cuerpo las huellas del suceso, así que no había dudas.
- Pero ¿no corriste a purificarte? ¿no pediste ayuda?
- ¿A quién pedirla? Algunos peregrinos curiosos, al parecer, escucharon mis gemidos durante la noche y se acercaron al amanecer a ver qué me pasaba, pero yo los ahuyenté: "¡Alejaos, insensatos, que por aquí ronda el Diablo!", les advertí, y se marcharon corriendo. Pasé toda la vigilia en oración, rogando a Dios que se apiadase de mí, pero al final, la noche regresó. Y el demonio también. Otra vez fui prisionero de su lujuria, que parecía inagotable.
- Pero querido Macario -objetó el monje- ¿qué clase de engendro infernal era ése?
- Pues... como se iba cuando aún estaba oscuro, tardé en averiguarlo. Pero un día, que al parecer se confió, lo sorprendí durmiendo a mi lado gracias a la penumbra indiscreta del alba. Era completamente negro y tiznado con extrañas pinturas, y tenía un cuerpo vigoroso como el de los gatos que viven en la jungla y se alimentan de la carne de otros animales. Nunca vi algo tan hermoso. La manera en que sus pechos se erguían en el fresco de la mañana me enloqueció de tal modo que me vi obligado a pecar otra vez.
- ¿Pechos?... ¿Un súcubo, entonces?
- Yo sólo era un niño ignorante, Demetrio, ¿qué querías que supiera? La noche siguiente dejé el fuego encendido, para poder contemplarla mejor cuando llegase.
- ¡Qué dices!
- Digo que sirvas otra, y hasta el borde, porque lo que tengo para contarte no es trago fácil. La vi, ¡claro que la vi! Y no vino sola. Se trajo a uno que sería el hermano, o el marido, también negro, y enorme, y dotado con un instrumento tal que su mera envergadura proclamaba la gloria de Dios. Y ya no te digo más. Pues que esa noche di unos gritos que en la aldea pensaron que estaba batiéndome contra todas las legiones del Infierno, y querían venir a la cueva con antorchas y palos a asistirme en la batalla, y yo a gritarles que no se acercasen, que era peligroso y mordía, que iban a poner en peligro su alma... Y al encontrarme por la mañana sano y salvo, aunque un poco maltrecho, la gente caía de rodillas y exclamaba "alabado sea Dios, ¡nuestro campeón ha vencido!"
El abad lo miraba, lívido y arropado en su dignidad monacal a punto de quebrarse.
- Que no, que no termina ahí -prosiguió el viejo- De a poco vinieron más de estos salvajes medio desnudos y pronto toda la tribu, puesto que la carne era débil y parecía que se había corrido la voz de que yo tenía las nalgas más blancas y suaves que había probado miembro humano, que ni sus mujeres las tenían así. Yo albergaba la ilusión de convertirlos a la verdadera religión para mayor gloria del Señor, pero como no entendían nuestro idioma y sólo parecían abocados a la concupiscencia, no hubo manera. ¡Había que ver la promiscuidad en la que vivían aquellos paganos, y cómo se aprovecharon de mí! Poco tardaron en darse cuenta de que los devotos venían periódicamente y depositaban grandes ofrendas de comida ante la cueva. Así que durante el día me dejaban en paz, pero por la noche me llevaban a rastras varias leguas hasta sus sucias chozas, donde me sometían al capricho de sus bajos instintos, y apostaban un centinela que se arrebujaba dentro de la cueva y fingía ser yo, con gritos y todo, por si alguien se acercaba. De esa manera se beneficiaron de las ofrendas durante años. Y para no despertar sospechas por la mucha cantidad que desaparecía y no pensaran que era el frugal asceta quien consumía tamañas porciones, me obligaron a difundir la patraña de que por la noche bajaban ángeles y serafines a llevarse el tributo. ¡Oh, cuántos años soporté aquella vida ignominiosa!
- Pater... ¡cómo!, ¿no intentaste escapar?
- Bueno, lo pensé... -musitó el virtuoso eremita con la mirada acuosa y perdida en las alturas- Pero uno se acostumbra a todo. Verás, los negritos no eran mala gente; descarriados, sí, y un poco traviesos, pero criaturas de Dios al fin y al cabo. Y tenían muchas atenciones conmigo, se peleaban por mis favores. Supongo que les tomé afición. Por otra parte también me halagaba la solicitud de los aldeanos y peregrinos que visitaban mi páramo. Al principio me llamaban "querubín" y "mimado de Dios". Conforme pasaron los años, se referían a mí como "el joven asceta", "Azote del Tentador", "Faro de la Soledad", o "el casto Macario" a secas. Pero cuán vanos son los dones que trae la edad. ¡Ay, amigo mío! A medida que me hice mayor en fama y renombre para la Cristiandad, los negritos venían a buscarme cada vez menos; seguramente mi belleza y mis dones iban perdiendo lozanía. Acabé por buscar el camino yo hacia su aldea, y con el tiempo llegué a cargar con las ofrendas que dejaban los peregrinos delante de mi antro, y como un ladrón en la noche me escabullía hasta ellos para hacerles mi propia ofrenda. Claro que me iba haciendo viejo, y parecía que cada vez hacía falta más para tenerlos contentos. ¡Oh, esos impíos! ¡Cada vez que recuerdo el desprecio y la humillación! Llegó el día tan temido en que me echaron a patadas y me dieron de palos para que no retornase más por allí, y por más que rogué y supliqué, no quisieron saber nada.
Triste y amargado en mi cueva, durante mucho tiempo no supe qué hacer. Hasta que un día decidí abandonar mi reducto y volver a la civilización. Yo ya era un santo en vida y estaba muy mayor para vivir en aquellas soledades. Tuve que arreglar mi partida en secreto, porque si los devotos del poblado se hubiesen llegado a enterar, no me lo habrían permitido. Ya ves, dulce Demetrio, ¡yo que pensaba pasar los últimos días de mi azarosa vida en completa calma y retiro!... Me encuentro ahora aquí huyendo de circunstancias que pondrían los pelos de punta a cualquier soldado de Cristo.
El frailecillo portero entró corriendo entonces para murmurar unas palabras al oído del abad. El obispo en persona estaba ya casi a las puertas del convento con séquito y todo, y demandaba al superior la custodia inmediata del santo. Demetrio tenía que actuar rápido.
- Tú no te preocupes por nada, padrecito -le dijo el monje rodeando la mesa y apoyándole una mano afectuosa en el hombro. Macario sonrió beatíficamente, como dejándose llevar por el sopor de la bebida, y agradeció el valor y la amistad del superior. Empezó a encarecer grandemente las virtudes de la vida retirada y cómo templa ésta el espíritu de aquél que busca la verdad de la luz divina, cómo el cuerpo se purifica en la castidad y los dones del cielo llueven como el maná para el que persevera en la oración. Entonces Demetrio, colocando la otra mano bajo su barbilla, pegó un tirón seco y le partió el cuello. Los huesos crujieron sin esfuerzo, como si se hubiese tratado de retorcerle el pescuezo a un pollo; el santo apenas mostró sorpresa, quizás la de no haber podido completar su última frase.
Mientas un par de mozalbetes emperifollados ayudaban a depositar la obesa humanidad de Su Ilustrísima en tierra desde la litera episcopal y los soldados se hacían cargo de la cabalgadura del Prefecto, los goznes del convento sonaban con estrépito dando paso a la parda figura del abad. Antes de que las comitivas se hallasen en condiciones de reaccionar, Fray Demetrio tomó la palabra dirigiéndose a todos los reunidos, y especialmente al pueblo llano.
- Queridos hermanos, es mi penoso deber informaros que nuestro amado eremita, ese guerrero del espíritu y bastión de pureza, el bienaventurado Macario ha fallecido hace un momento en olor de santidad.
Un espasmo audible de consternación recorrió el espinazo de la muchedumbre. El Prefecto y el Obispo midieron durante un segundo miradas como espadas.
- Yo mismo presencié el momento en que su alma impoluta brotaba de su boca como una burbuja de luz y se elevaba hacia las alturas donde las nubes se apartaban y los serafines hacían corro para acogerla -continuó el monje iniciando su arrobamiento-. ¡Oh, prodigio! ¡Arrodillaos y oremos!, oremos juntos para que interceda por éste su pueblo y ésta su gente, porque nos ha bendecido dejándonos no sólo el recuerdo de su piedad y sus obras, sino también el regalo de sus restos mortales para protección y prosperidad de sus vecinos. Sabed que antes de que su cuerpo yaciese inanimado en mis brazos y comenzase a emanar efluvios de lavanda, de jazmín y de lirios, alcanzó a susurrarme con su lengua de miel y sus ojos llenos de gracia: "Demetrio, amigo, aquí muero y aquí quiero quedar, en la paz umbría de este monasterio, que no me aparten de los míos". Y al decir "los míos" se refería a vosotros, hijos de esta tierra. ¡Aquí tenéis a vuestro santo! Honradlo y rezad en su virtuoso nombre para que os dé la fuerza y la templanza que debe poseer el buen cristiano...
Demetrio no bajó la vista que tenía clavada en el firmamento para comprobar cómo Su Ilustrísima y el Prefecto se mordían los labios, pero sabía que estaba sucediendo. Durante años, y lustros, y décadas, el rebautizado convento de San Macario proporcionó al mundo toneladas de reliquias sagradas cual auténtica cantera de portentos. El patrono, semiembalsamado sobre su túmulo, fue objeto de peregrinación y reverencia pública, proporcionando pingües dividendos al abad y su piadosa congregación, y éste mismo fue objeto de cierta veneración refleja por haber expirado aquél en sus brazos. Siempre había relicarios con pelos, cenizas o fragmentos de sayo disponibles para los fieles generosos con su óbolo. Y como se difundiese la noticia de que los restos del santo eran muy milagrosos, comenzaron a ser solicitados por las iglesias y templos de todo el Imperio, con lo cual se enviaron a los cuatro vientos manos, pies, huesos, tiras de pellejo y hasta la propia calavera del cenobita, aunque luego dos grandes ciudades en los extremos del continente afirmaban estar cada una en posesión de la legítima, con gran disputa y escándalo para la Cristiandad. Ciertamente, era cosa de admiración figurarse cómo el modesto convento hacía frente a la demanda. Las malas lenguas de los herejes, que nunca descansan, siseaban en las sombras contra el intachable abad y sugerían que su fuente de reliquias se hallaba en el pequeño cementerio monacal. Pero así es como los impíos buscan desacreditar siempre a los paladines de Dios.
Parecía improbable, no obstante, por más prodigios que se le atribuyeran a Macario, que hubiese tenido veintidós manos y cuarenta y un pies, sin contar con los ciento quince dedos que honraban las capillas del orbe; menos aún la piel que, cosida, hubiera alcanzado para confeccionar veinte odres de vino; o la miríada de huesos que circulaban por doquier incluso antes de que el cadáver fuese oficialmente despiezado.
Pero la fe no sabe de matemáticas, o de anatomía, y por eso de creer sin ver, hasta se enorgullece de no saber nada de nada. ¡Alabado sea Dios, que preserva nuestra inocencia!
Copyright © 2015 César Fuentes Rodríguez
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