El descubrimiento más grande y maravilloso de la era moderna no surgió exento de resistencias y polémicas. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Durante siglos, la Humanidad contempló con asombro su entorno y se preguntó cuál era el mecanismo de la existencia en toda su exuberante e improbable diversidad. Por mucho tiempo, la única respuesta disponible la aportaron las religiones invocando causas sobrenaturales. Uno de los tantos mitos descabellados postulaba un dios todopoderoso que habitaba en los cielos y que diseñó al mundo y a sus criaturas a su imagen y semejanza en apenas seis días. Pero en el siglo XIX, la Ciencia de los hombres se puso a la altura del desafío y desentrañó el misterio de lo que en verdad sucedía. Charles Darwin se topó con una idea revolucionaria que era consistente con la evidencia y que explicaba elegantemente todo el proceso de la vida en La Tierra sin necesidad de recurrir a la intervención divina.
Las especies se abrieron paso lenta y continuamente durante millones de años, evolucionando desde unos pocos ancestros comunes hacia la multitud de las formas presentes a través de la selección natural. Darwin llegó a esa conclusión a partir de un famoso viaje a los Mares del Sur durante el cual recolectó cientos de especímenes y se interesó por la distribución geográfica de la fauna salvaje.
Cuando su libro “El Origen De Las Especies” apareció en 1859, los cimientos de la sociedad se conmovieron como nunca, o mejor dicho, volaron en pedazos. De pronto, había una explicación para todo o casi todo, y cada nueva pieza del rompecabezas que se incorporó desde entonces calzó con naturalidad en el mapa imperfecto del conocimiento humano.
Sin embargo, el precio de la verdad era enorme. Implicaba abandonar prejuicios de siglos y afrontar realidades menos halagüeñas para la especie. El hombre, que antes era considerado apenas inferior a los ángeles, ahora parecía poco más que un mono con pretensiones. Los colosales debates y la resistencia de los sectores religiosos, preocupados por retener el poder de sus mentiras, arreciaron entonces y, peor aún, nunca cesaron del todo. Increíblemente, se agudizaron a comienzos de este nuevo milenio, con el ascenso de la política de derecha en los Estados Unidos y el auge del “Creacionismo”, una doctrina anticientífica que se apoya en La Biblia para afirmar que el mundo tiene apenas seis mil años de antigüedad y las especies fueron puestas de golpe en él poco después. Tamaño oscurantismo rechaza las pruebas representadas por las capas geológicas, los millones de restos fósiles que atestiguan los cambios evolutivos, lo mismo que el reciente desarrollo del mapa genético (o genoma) humano, todo lo cual confirma lo esencial de la teoría de Darwin, mientras cada nuevo trozo de evidencia se limita a enriquecer y completar el panorama.
Darwin no tuvo la intención de escandalizar a la pacata sociedad de su tiempo. Simplemente llegó con su pensamiento adonde éste lo llevó sin reparar en las consecuencias. Tanto él, como los miles de científicos dedicados y responsables de los que es modelo, no dan nada por sentado, analizan, sopesan, experimentan y, si es necesario, vuelven a empezar. Sus conclusiones son puestas a prueba una y otra vez, criticadas, corregidas, revisadas, muchas veces refutadas o derrocadas de un plumazo sin la menor consideración. Pero de eso se trata, así es como funciona el método científico y el modo en que el conocimiento progresa y los misterios de la Naturaleza se nos revelan finalmente. Con insobornable dedicación. Sin dar crédito a las divinas patrañas de siempre. La realidad es lo que queda… cuando todo lo demás desaparece.