La mayoría conoce al norteamericano Carl Sagan no como ensayista o novelista, ni siquiera como astrofísico, sino en su faceta de “divulgador científico”. He aquí una pequeña semblanza de uno de los hombres más sensatos que dio el siglo XX. // publicado por: César Fuentes Rodríguez
Se dice que el último hombre que acumuló en sí la suma del saber humano fue Pico De La Mirandola, en pleno siglo XV. ¿Cuántos pueden preciarse hoy en día de ser versados en artes, letras, mitología, idiomas, biología, medicina, matemáticas, astronomía, física, química y todo aquello que hace a los grandes temas de la cultura oriental y occidental de nuestro tiempo? No muchos, seguramente, pero puedo mencionar al menos uno que me viene a la mente de inmediato. Su nombre es Carl Sagan. La gente lo recuerda ante todo por la serie televisiva “Cosmos”, que se estrenó en 1980 y fue vista en 60 países por aproximadamente el 3% de la población mundial. No puede pensarse en un vehículo más efectivo para la difusión de la ciencia que esos trece capítulos de pura magia en los que el pequeño hombre de saco y polera desentrañaba los misterios del universo para los legos a través de su entusiasmo expositivo, las cuidadas imágenes visuales y la música hipnótica del griego Vangelis Papathanassiou. No por nada su edición en papel se convirtió en el libro de ciencia más vendido del siglo pasado. Incluso promociones enteras de alumnos que pasaron por las universidades científicas citaron aquella serie como punto de partida o inspiración para elegir su carrera.
Menos conocida es su trayectoria como asesor de la NASA (actividad que realizaría durante 30 años, participando en los programas de exploración planetaria Mariner, Pioneer, Voyager y Galileo), sus investigaciones cruciales sobre las atmósferas de Marte y Venus, o su atrevimiento de escribir un libro en colaboración con el científico ruso Iosef Shklovski (con el que nunca se encontró personalmente) en plena Guerra Fría. Incluso sus alegatos en favor de la defensa de la ecología y el medio ambiente, plenamente desarrollados en los últimos años de su vida.
Por fortuna, su faceta puramente literaria corrió mejor suerte. “Contacto”, la única novela que publicó, resultó un gran éxito y tiempo después se convirtió en una película taquillera de la mano del director Robert Zemeckis y la actriz Jodie Foster. El tema elegido le era particularmente grato a Sagan. Ni más ni menos que la búsqueda de inteligencia en el universo exterior basada en el programa S.E.T.I., del que fue colaborador y divulgador en la realidad. La apasionante trama comienza cuando un día se recibe cierto mensaje de naturaleza artificial a través de los radiotelescopios que termina resultando nada menos que las instrucciones para construir un vehículo con el que la especie humana podrá encontrarse por primera vez con una raza extraterrestre tecnológicamente avanzada. El libro transcurre entre los esfuerzos y dudas de los científicos encargados del proyecto, las paranoias gubernamentales, la influencia adversa de los predicadores evangélicos en Estados Unidos, las complejas conversaciones diplomáticas necesarias para poner en marcha el engranaje, y todas las marchas y contramarchas del caso hasta que la experiencia finalmente tiene lugar. A lo largo de tantas alternativas, Sagan desarrolla uno de sus pensamientos más recurrentes: la oposición mortal entre Ciencia y Fe.
Esta cuestión se encuentra ampliamente tratada en su libro “El Mundo Atormentado Por Demonios”, donde arremete no sólo contra el oscurantismo de las religiones sino también contra las llamadas pseudociencias, supuestas disciplinas que dan respuestas que no son tales e instalan en la mente del curioso patrañas que, por supuesto, nunca pueden probarse: curaciones milagrosas, astrología, esoterismo, fenómenos paranormales, alquimia, secuestros extraterrestres, auras místicas y un larguísimo etcétera. En uno de sus capítulos más jugosos, cita al escritor Samuel Butler cuando medita que “una mente crédula halla el mayor deleite en creer cosas extrañas, y cuanto más extrañas son, más fácil le resulta creerlas; pero nunca toma en consideración las que son sencillas o posibles, y aún menos las positivamente corroboradas, porque éstas están al alcance de todo el mundo”. La credulidad no es apenas un mal de nuestro tiempo, sino una constante en la historia de la Humanidad, sólo que resulta inadmisible en esta época donde la información se encuentra, como diríamos, en la punta de los dedos. La gente tiende a creer cualquier infundio por más absurdo que sea, se pone a merced de santones, predicadores o mentalistas con una levedad pasmosa. Afirma Sagan que estas chapuzas “persisten y proliferan porque venden. Y venden porque hay demasiados de nosotros que quieren desesperadamente ser arrastrados fuera de sus vidas rutinarias, reavivar esa sensación de maravilla que recordamos de nuestra infancia, y también, en lo que se refiere a unas pocas de estas historias, para ser capaces real y verdaderamente de creer en Alguien más viejo, más inteligente y más sabio que está cuidando de nosotros”. Muchos creyentes (ya sea de religiones o de pseudociencias) son perfectamente indiferentes, o se sienten cómodos en la inercia de no cuestionarse nada. En la mayoría, la necesidad de creer en algo es más fuerte que la búsqueda de la verdad o el compromiso con la realidad. Otros tienen miedo de las respuestas que puedan encontrar si investigan un poco. Y sobre todo, hay muchos que se aterran al pensar que el Universo los dejará solos cuando se mueran, que no habrá nada más allá de la tumba o que no somos más que seres mortales y finitos y que no existe un Ente superior que nos salvará de ese destino en el último minuto. La creencia equivale entonces a costumbre, miedo o negación, nunca a conocimiento.
¿Cuál es el antídoto? Sagan propone el pensamiento crítico y el escepticismo. No un escepticismo ciego, negativo, sino uno que nos permita descubrir las maravillas del mundo sin caer en cuentos de hadas: “Me parece que lo que se necesita es un equilibrio exquisito entre dos necesidades conflictivas: el mayor escrutinio escéptico de todas las hipótesis que se nos presentan, y al mismo tiempo una actitud muy abierta a las nuevas ideas. Obviamente, estas dos maneras de pensar están en cierta tensión. Pero si sólo puedes ejercitar una de ellas, sea cual sea, tienes un grave problema.(...) Por otra parte, si eres receptivo hasta el punto de la mera credulidad y no tienes una pizca de sentido del escepticismo, entonces no puedes distinguir las ideas útiles de las inútiles. Si todas las ideas tienen igual validez, estás perdido, porque entonces, me parece, ninguna idea tiene validez alguna. Algunas ideas son mejores que otras. El mecanismo para distinguirlas es una herramienta esencial para tratar con el mundo y especialmente para tratar con el futuro. Y es precisamente la mezcla de estas dos maneras de pensar el motivo central del éxito de la ciencia. Los científicos realmente buenos practican ambas. Por su cuenta, cuando hablan consigo mismos, amontonan grandes cantidades de nuevas ideas y las critican implacablemente. La mayoría de ellas nunca llega al mundo exterior. Sólo las ideas que pasan por rigurosos filtros salen y son criticadas por el resto de la comunidad científica. A veces ocurre que las ideas que son aceptadas por todo el mundo resultan ser erróneas, o al menos parcialmente erróneas, o al menos son reemplazadas por ideas de mayor generalidad. Y, aunque, por supuesto, existen algunas pérdidas personales (vínculos emocionales con la idea en la que tú mismo has jugado un papel inventivo), no obstante la ética colectiva es que, cada vez que una idea así es derribada y reemplazada por algo mejor, la misión de la ciencia ha salido beneficiada”.
En el propio método científico está la mejor carta de la Ciencia, en su capacidad de purgarse a sí misma constantemente del error, revisar, comprobar, analizar todos los hechos una y otra vez, descartar las ideas falsas, impugnar las hipótesis defectuosas, quedarse únicamente con el conocimiento auténtico. Todo lo contrario de las pseudociencias y de las religiones reveladas, que rehúyen por completo el análisis y la crítica. Todo lo contrario de la Fe, que pide que se admita cualquier despropósito sin recelo, y en algunos casos hasta premia la credulidad ciega anunciando que sólo los que crean sin ver serán salvados. Apunta Sagan nuevamente: “Pensad cuántas religiones tratan de validarse a sí mismas a través de la profecía. Pensad cuánta gente confía en estas profecías, por más vagas, por más insatisfechas que resulten, para sostener o empujar sus creencias. En cambio, ¿ha habido alguna vez una religión con la precisión y la confiabilidad profética de la Ciencia?”
En efecto, “afirmaciones extraordinarias requieren de demostraciones extraordinarias”. ¿Por qué creer a los sacerdotes de cualquier religión, a los gurús de la Nueva Era, a los “sanadores espirituales”, a los charlatanes que declaran que las Pirámides de Egipto fueron construídas por extraterrestres o que los cristales de cuarzo permiten equilibrar la energía cuántica del organismo, o a los miles de farsantes que jamás presentan una simple prueba o, para ser aún más drásticos, que no las han superado todas? “Encontrar la brizna ocasional de verdad en un gran océano de confusión y de camelo requiere de inteligencia, vigilancia, dedicación y coraje”. La ignorancia, por el contrario, es gratis, nacemos con ella.
La ciencia -reflexionaba- ocupa todos los aspectos de la vida moderna y su cabal conocimiento es vital para el futuro del planeta, pero el “público” parece menos interesado que nunca en los temas científicos. En cambio, dedica toda su atención y curiosidad a las llamadas “pseudociencias” y a todo tipo de supercherías sin fundamento.
Con todo, él mantenía que había muchas mayores maravillas en la ciencia que en la pseudociencia. “Y, además, en cualquier sentido que quiera dársele a este término, la ciencia tiene la virtud adicional (y que no puede desdeñarse) de ser verdad”.
Sagan da numerosos ejemplos de cómo la gente admite con naturalidad cualquier cosa socialmente aceptada. En el tercer capítulo de la serie “Cosmos”, Carl se presenta ante un puesto de revistas mientras comenta: “Los fundamentos de la Astrología se desplomaron hace unos trescientos años, y a pesar de ello la Astrología sigue siendo tomada en serio por mucha gente. ¿Han visto qué fácil es conseguir una revista de Astrología? Todos los periódicos de Estados Unidos tienen una columna semanal de Astrología. En cambio casi ninguno posee una columna de Astronomía ”. El contraste resulta violento: la Astronomía es una ciencia; la Astrología, en el mejor de los casos, apenas constituye una patraña. Ésta última se basa en la creencia de que el movimiento de los cuerpos celestes en el momento del alumbramiento determina la conducta humana y la suerte futura del recién nacido. ¿Cómo puede ser esto posible?, razona Sagan. Los mellizos que nacen al mismo tiempo con diferencia de minutos (cuando los astros están prácticamente en la misma posición) pueden tener destinos completamente diversos, uno puede morir joven de un infarto o exterminado por un rayo mientras que el otro alcanza una próspera vejez. Pero no se trata sólo de eso. Supongamos que alguien nace “bajo la influencia de Marte”, ¿qué se supone que significa?, ¿de qué modo un planeta o una estrella puede influir en la vida de un hombre? No por incidencia de la luz, puesto que la mayoría de los niños nacen en cuartos cerrados y la luz de Marte no llegaría. ¿Acaso por la gravedad? Tampoco. La masa del obstetra que asiste al parto y se inclina sobre el niño es superior a la de Marte, que será más grande pero se encuentra mucho más lejos. Increíblemente, la Astrología ha sobrevivido y florecido hasta hoy. Quizás sea así porque aporta un sentido cósmico a la vida cotidiana. Nos gusta creer que lo que hacemos afecta a la totalidad del universo que nos rodea, nos hace sentir importantes, menos solos. Pero no deja de ser una mentira.
Lo mismo ocurre con la religión, y con otras tantas creencias no fundamentadas. Sin embargo, el Universo es como es, no como a nosotros nos gustaría que fuese, y nuestra misión, más aún, nuestra oportunidad de sobrevivir en él, consiste en descubrir sus verdades sin disfrazarlas, aceptando los hechos y descartando las fantasías que nos confunden. Ésta fue quizás la lección más rica que nos ha dejado Carl Sagan, que falleció en 1996, a los 62 años de edad de una extraña enfermedad desconocida hasta entonces y llamada mielodisplasia, que, de no haber sido tratada de inmediato, hubiera acabado con su vida en pocos meses. La ciencia le dio dos años de tiempo para terminar su libro y para colaborar en la película de su novela. Sus escritos, sus imágenes y su compromiso con la Verdad, todavía son un faro para los que entramos tímidamente en este nuevo siglo, y brilla cada vez con más vigencia.
Dicho en otras palabras: “La vida es sólo un destello momentáneo de la maravilla de este asombroso universo, y es triste ver a tantos desperdiciándolo en fantasías espirituales”.
LECTURAS PARA RECOMENDAR (A GRITOS):
- “El Mundo Atormentado Por Demonios: La Ciencia Como Una Vela En La Oscuridad” (También traducido como “El Mundo Y Sus Demonios”, 1995)
- “Cosmos” (1980)
- “Los Dragones Del Edén: Especulaciones Sobre La Evolución De La Inteligencia Humana” (1977)
- “Contacto” (1985)
- “Un Punto Azul Pálido: Una Visión Del Futuro Humano En El Espacio” (1994)