Publicidad 1 Publicidad 2 Publicidad 3
El Eterno Irreverente

7 de Noviembre de 2006 // VOLTAIRE

El Eterno Irreverente

"Los grandes hombres" -dice Robert Ingersoll- "son los héroes que han matado a los monstruos de la ignorancia y el miedo, que han sostenido la mirada de la Gorgona y arrancado a los dioses crueles de sus tronos. A la cabeza de esta heroica armada, por delante de todos, se alza Voltaire". // publicado por: César Fuentes Rodríguez

François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, fue quizás el hombre más importante de su siglo, aquel XVIII de la Ilustración en que las ideas se abrieron paso hasta proclamar una nueva visión del mundo en la Revolución Francesa.

Cuando Voltaire ingresó a este "gran escenario de los idiotas", en 1694, Occidente se proclamaba civilizado por más de quince centurias de cristianismo. Gracias a la permanente influencia del "Dios del amor", cada juzgado poseía su cámara de tortura, había cientos de transgresiones penadas con el tormento y la muerte, y los procesos no distinguían sospechosos de culpables. Las leyes eran dictadas por una monarquía absoluta y la Santa Madre Iglesia se encargaba de que su credo fuese reconocido por todos como único e irrebatible; discutir al rey era traición, refutar al sacerdote era blasfemia. Por tanto, investigar por cuenta propia estaba vedado, se perseguía y obstaculizaba la ciencia, expresarse con franqueza podía significar el pecado y la cárcel. Se trataba de una época de extraordinaria corrupción: el clero y la aristocracia vivían desvergonzadamente a costa del pueblo, y con una arrogancia pocas veces vista. La vida de un campesino valía poco, casi nada. El eco de las guerras religiosas que habían producido cientos de miles de muertos y un odio inextinguible, aún no se había apagado. Pero los protestantes resultaron tan perversos como los católicos de los que se habían desgajado. Lutero y Calvino bañaron su otra mitad de Europa en sangre e intolerancia. Eran cristianos, después de todo. La esclavitud como institución gozaba de buena salud, y tanto unos como otros defendían su validez e invertían capitales en barcos negreros. Y, por supuesto, no era la única miseria que compartían. A la misma altura de su crueldad y fanatismo, se encontraba el tema de la superstición.

Lo sobrenatural y lo milagroso flotaban en el ambiente. Se creía en demonios que acechaban a los hombres para procurarles desgracias y apartarlos del recto camino. Se quemaba a mujeres inocentes, tomándolas por brujas. Satán estaba en todas partes, amuletos y sortilegios reemplazaban todo sentido común. Las enfermedades no se combatían, se rezaba al santo patrono conjurador de cada correspondiente enfermedad, se le encendían cirios, y se llamaba al cura antes que al médico. Pues la vida sólo estaba "en manos de Dios". Las bendiciones venían de Él, las desgracias del "Príncipe de las Tinieblas".

El joven Voltaire, que más allá de la literatura no encontraba vocación para sentar la cabeza, muy pronto entró en conflicto por sus tempranas sátiras dedicadas a nobles y funcionarios pomposos. Lo pagó con cárcel y exilio, aunque su tránsito por círculos aristocráticos le evitó de seguro mayor amargura a esas experiencias. Los dos años que pasó en Inglaterra, en contacto con lumbreras literarias de la época, lo influyeron profundamente, hasta el punto de que, a su vuelta a Francia, se convirtió en gran divulgador de las ideas de Isaac Newton y John Locke. Pero por sobre todo, su espíritu crítico encontró el cauce definitivo de acción. Examinó la historia del cristianismo, y aisló la gran mentira de sus orígenes y su doctrina. Su vida se transformó en una cruzada contra la tiranía de la religión organizada, contra la barbarie sociopolítica del Antiguo Régimen, contra la crueldad e intolerancia de la Iglesia, contra la estupidez de la superstición... En pocas palabras, contra todo lo que en su siglo estaba errado y, por añadidura, desde hacía tantos. "Écrasez l’Infâme" ("aplastad a la Infame") fue su lema. Y lo llevó adelante con todas las armas que su lengua, su pluma y su ingenio le permitieron. En el ínterin, se convirtió en el adalid de la libertad individual, proclamando la voluntad de expresión hasta niveles inauditos hasta ese momento, que incluso pueden ejemplificarse con su frase: "No estoy de acuerdo con una sola palabra de lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo".

Su humanidad fue tal que, cuando encontró necesario defender a las víctimas de la injusticia y la intolerancia, escribió cartas a los grandes de su tiempo, incluidos reyes y emperadores, abogó por ellas, las acogió bajo su propio techo y hasta comprometió su patrimonio en ello. Denunció la opresión, la esclavitud, la grosería del poder; la guerra, ese repugnante desperdicio de vidas humanas en beneficio de ideales absurdos y caprichos monárquicos, le producía náuseas. "Se prohibe matar" -afirmó con ironía- "por consiguiente se castigará a todos los asesinos a menos que maten en gran número y al son de las trompetas". Hizo burla de las supersticiones, encareció la ciencia y alentó a sus contemporáneos a que pensaran por sí mismos. Si la Iglesia afirmaba que la mujer tenía una costilla menos, como consecuencia de la fábula de Adán y Eva, él simplemente no se conformaba, ¡procedió a contar las costillas!: cuando la regla inviolable era ponderar la fe sin cuestionamientos, tuvo el coraje de ponerlo todo en duda.

Voltaire no sólo era incansable, también era genial, elocuente, racional y sus palabras cortaban con filo quirúrgico, se hundían en el blanco con voracidad destructiva y difundían en sus enemigos ese elixir paralizante que sólo la honestidad intelectual es capaz de destilar. Durante décadas lanzó sus dardos contra la "Bestia Triunfante" de la religión organizada, despedazó los absurdos de La Biblia, ridiculizó a curas, presbíteros, obispos, papas y nobles parásitos con sátiras, epigramas, obras de teatro, tratados filosóficos, y el debate campal, por todo lo alto. Él mismo no era un santo, ¡era mejor que un santo!, pues no disimulaba sus vicios y estos no empañaban sus virtudes. La corrosividad que siempre lo caracterizó, por ejemplo, no incluía la violencia, y probablemente no suscribió la opinión de su compadre Diderot de que "los hombres no serán libres hasta que el último rey sea estrangulado con los intestinos del último fraile". Pero de todas maneras, se ganó a pulso el odio incondicional de la clericalla de Occidente. La Iglesia lo execró, emponzoñó desde siempre su memoria y hasta hoy mismo su nombre resuena con ira bajo las arcadas de los templos y se escarnece rabiosamente desde los púlpitos. Puedo dar fe. Recuerdo que, cuando yo era apenas un tierno adolescente, el cura de mi barrio nos ilustraba cada tanto con el modo en que había muerto Voltaire, suplicando la gracia divina en medio de una agonía que le obligaba a comerse sus propios excrementos para aplacar el fuego que le consumía el estómago. Nada de eso es verdad; el pensador francés falleció pacíficamente en su cama rodeado de su sirviente y su médico, y por amigos que se acercaban a preguntar por su salud todo el tiempo. La inquina eclesiástica nunca se detuvo en mentiras. Aún lo siguen llamando "El Gran Ateo", aunque en rigor no lo era. Voltaire se declaraba "deísta", en la creencia de que existía un Dios que creó el universo y las leyes que lo rigen, que no se ocupa de los asuntos humanos y al que no se puede engañar ni sobornar con rezos ni evocar a través de estatuas de yeso. Sin embargo, algo de verdad había en la imputación, y es que antes de él tal vez nadie se hubiese atrevido a declararse abiertamente ateo. Fue obra de Diderot, de D'Alembert, de Paine, de Hume, de Rousseau, de Lessing, de d'Holbach, de tantos otros gigantes de aquel siglo que rompieron el tabú y encontraron la brecha para deshacer el hechizo. Y a la cabeza de aquel ejército imponente, Voltaire.

Cuando en 1774, ya octogenario, le pareció seguro volver a la patria desde su exilio en Ginebra, Francia lo aclamó como a un héroe nacional. Y no era para menos. Su impulso y su genio habían transformado a Europa. Y el mundo entero tomó nota.

 

Copyright © 2006 César Fuentes Rodríguez El texto se puede utilizar libremente citando la fuente.
0 1 2 3