El último de los tres relatos que iban a acompañar los respectivos discos de AVE CESAR que nunca salieron. Este hubiese correspondido al Nª20 // publicado por: Cesar Fuentes Rodriguez
“Hablan del bárbaro y afeminado Constantino como de un Dios, y tratan de criminal al justo, al sabio, al gran Juliano” -dice Voltaire. “Se ve en Constantino a un afortunado ambicioso que se burla de Dios y de los hombres. Tiene la insolencia de fingir que Dios le ha enviado por los aires una insignia que le asegura la victoria. Se baña en la sangre de todos sus parientes, y se duerme en la desidia; pero era cristiano y lo canonizaron. Juliano es sobrio, casto, desinteresado, valeroso y clemente; pero no era cristiano, y durante mucho tiempo se le ha considerado un monstruo”.
Constantino dejó el Imperio dividido en cinco pedazos y los repartió entre sus descendientes: tres hijos y dos sobrinos nietos. Como era de esperarse, procedieron a disputárselo igual que buitres ni bien aquél desapareció, lanzándose a una guerra civil sin concesiones. De ésta salió triunfador Constancio, un individuo frío y receloso, del cual se sospecha la responsabilidad en el exterminio de todos sus familiares con excepción de dos niños, que él mantuvo bajo su tutela y custodia, aunque siempre a distancia. Pero Constancio no tenía hijos, y en algún punto debió arrepentirse de haber eliminado tantos potenciales candidatos. Finalmente se vio obligado a recurrir a los cautivos.
Ascendió primero al hermano mayor, Galo, pero ante las primeras sospechas de sedición lo mandó prender y ejecutar. Quedaba solamente Juliano, que había sido confinado durante toda su vida en Nicomedia y Anatolia a cargo de preceptores eclesiásticos que lo atiborraron de dogma religioso, rodeado de espías y temiendo constantemente por su vida. Por su propia cuenta, el muchacho había desarrollado el gusto por la literatura y la filosofía, y nadie esperaba mucho de él cuando fue enviado al ejército del Rhin. Sin embargo, aprendió tan pronto como pudo todo lo concerniente a tácticas militares y se transformó en un general excelente que mantuvo a raya a los bárbaros francos y germanos, lo cual le valió una fama inmediata en todo el Imperio. Desde luego, esa misma fama fue la que provocó la desconfianza de Constancio y estuvo a punto de hacerle correr la misma suerte que su hermano. De hecho, fue proclamado César por sus tropas y, muy a su pesar, ya estaba a punto de trabar combate con el Emperador, cuando la muerte de Constancio sorprendió a todos. Y mucho más cuando entre los papeles de éste hallaron un testamento que ratificaba a Juliano, su enemigo, como sucesor, pues no había alcanzado a modificar el documento cuando se disponía a atacar.
Si Constantino había hecho todo lo posible por favorecer a los cristianos y marginar a los paganos, y Constancio incluso había permitido la destrucción de los templos y declarado reo de muerte a todo aquel que sacrificase a los dioses, Juliano acometió valientemente el desafío de devolver el sentido común al Imperio. El nuevo soberano se quitó la máscara y le mostró al mundo entero que por algo se había educado en la sabiduría de los filósofos y en el amor a las tradiciones más puras del paganismo, repudiando la impía fé cristiana que había adoptado por obligación y conveniencia. Así se ganó el epíteto eterno de Juliano El Apóstata. Sólo que en lugar de perseguir, toleró; en lugar de confiscar, devolvió; en lugar de vengarse, perdonó. Sus enemigos jamás soportaron que pusiera en ridículo de esa manera su “religión del amor”, siendo más clemente, más humano y más misericordioso que los sangrientos emperadores cristianos que lo precedieron y los que vinieron después. El huérfano cuya familia entera fue masacrada ante sus ojos por la secta de los galileos, que había sido él mismo hecho prisionero, aislado, exiliado, amenazado de muerte y forzado a adorar a Cristo, empezó su reinado con un edicto de tolerancia religiosa total y, por mantener la paz del Imperio, hasta intentó evitar que los cristianos se mataran entre sí en sus continuas riñas de herejes y excomulgados.
Sin tardanza hizo sanear la corte de su corrupción y molicie. El complicado ceremonial y el boato excesivo fueron reducidos a su mínima expresión, desarticuló todo el sistema palaciego de eunucos, obispos, parásitos, aduladores, espías y denunciantes y los hizo despedir a millares. Redujo el personal, racionalizó la burocracia, abolió los privilegios injustificados, rebajó en una quinta parte los impuestos y actuó con severidad contra los recaudadores infieles. Hasta su vida personal era intachable; no frecuentaba queridas ni efebos, ni se emborrachaba, ni perdía el tiempo en fiestas interminables. Desde la mañana temprano se ponía a trabajar y se rodeaba de los colaboradores intelectualmente más calificados. Si algo se le reprochaba era su barba desaliñada y su austeridad en el comer y vestir. Un emperador filósofo como Marco Aurelio, abnegado como Antonino Pío y magnánimo como Trajano. Demasiado bueno para durar.
Su reinado abarcó sólo veinte meses; apenas tuvieron tiempo los cristianos de atentar contra su vida. Juliano perdonó a todos menos a los dos instigadores, Juventino y Máximo. La Iglesia los canonizó. Pronto marchó el Emperador a librar batalla con los Persas, que siempre constituían una amenaza en la frontera, pero antes de que la campaña diera sus frutos, Juliano, que no llevaba coraza, cayó al norte de Ctesifonte, a orillas del Tigris, herido por una lanza que bien pudo haber partido de sus propias filas. La famosa leyenda cuenta que murió recogiendo en sus manos la sangre que fluía y arrojándola hacia el cielo al grito de "¡Venciste, Galileo!". Debemos esta mentira al infame Teodoreto, un apologista cristiano sin escrúpulos que vivió cerca de un siglo después de los hechos. Lo cierto es que las iglesias celebraron la desaparición del Príncipe con grandes banquetes públicos y muestras de regocijo, y, aún cuando el cadáver no se había enfriado, corrieron a propalar todo tipo de calumnias sobre su carácter y su vida.
Muerto Juliano, la civilización se precipitó sin remedio en el pozo ciego del Cristianismo. El reloj de la Humanidad se detuvo en las tinieblas durante mil años. Pasarían lentas las centurias ahogadas en ignorancia y barbarie antes de que los primeros rayos del Humanismo lamieran el hielo negro de la religión maldita y los ideales aprisionados del antiguo esplendor volviesen a contemplar la tenue luz de los astros.
Una era infinitamente más corrupta, más sangrienta, más depravada y vulgar que la que describieron los grandes historiadores romanos, acababa de comenzar.